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martes, 30 de septiembre de 2014

Navíos de línea del siglo XVIII


Navíos de línea ingleses en formación, el Victory en primer término. Pintura del británico Geoff Hunt, conocido pintor de navíos del siglo XVIII y XIX,, ilustrador de las portadas de los bet seller sobre el tema de Patrick O,brien.

El navío de línea: el coloso del mar

El navío de línea surgió a finales del siglo XVII y alcanzó su culminación a lo largo del XVIII. Era un buque de guerra de gran porte y belleza. Más grande que los buques precedentes, con tres palos y velas cuadradas, se trataba de un barco marcado por grandes innovaciones técnicas. Estaba fuertemente artillado y su capacidad de fuego era muy superior a los barcos anteriores, disponiéndose sus cañones en dos o tres cubiertas o puentes. A la vez evolucionaba su maniobrabilidad y se introducía el timón de rueda en sustitución de la barra horizontal para gobernar el navío, mientras se modernizaba el velamen, con nuevas velas como la estay, estandarizándose el aparejo. La solidez del barco aumentó con un armazón más sólido: se introduce el sistema de doble cuadernas -que daba más resistencia al navío- y se refuerzan los costados, pudiendo alcanzar un grosor de hasta 60 cm., lo que le confería más aguante ante los impactos artilleros.

Puente de mando del navío de línea inglés HMS Victory, buque insignia del
 almirante Nelson en la batalla de Trafalgar. Hoy convertido en barco-museo.
Se construían en grandes astilleros, como los de Porstmouth, Chatham o Deftford en Inglaterra o los de Toulon, Rochefort y Brest en Francia. En España fueron construido en los astilleros de Cartagena, Cádiz o Zorroza (Vizcaya), pero sobre todo en los de Guarnizo (Santander), La Habana y El Ferrol, los de mayor tamaño. Con frecuencia se utilizaban en su construcción maderas muy resistentes, el casco se construía de roble o maderas preciosas tropicales, mientras los mástiles se hacían a partir de grandes coníferas. Todo ello favoreció la desforestación de lugares como la Cornisa Cantábrica española, las islas del Caribe o las islas Británicas. Con el tiempo, "la obra viva" -zona por debajo de la línea de flotación- se forró con planchas de cobre que evitaban su rápido deterioro. Todo ello implicaba la creación de buques muy lentos y pesados -sobre todo si los comparamos con las ágiles fragatas-, que iban desde las 1200 toneladas de desplazamiento de los menores, hasta las más de 4.000 de los grandes barcos: el inglés Victory, buque insignia de Nelson en Trafalgar, tenía 3.500 toneladas de desplazamiento, mientras los imponentes navíos franceses de la serie Ocean como el Commerce de Marseille, con 118 cañones, rondaban las 5.000 toneladas. Ese era el caso también del mayor buque de guerra del siglo XVIII, el Santísima Trinidad español, que llegó a tener 140 cañones.

Astillero francés del siglo XVIII. Ilustración de La Vie Privée Des Hommes-A Bord Des Grands Voiliers Du XVIIIè Siècle de Hachette.
Astillero inglés de Deptford, cerca de Londres. Navío sobre rada. Se trata del HMS Buckingham, buque de dos puentes y 70 cañones construido en 1745. Pintura de John Cleveley el viejo
Plano de un navío español de tres puentes. Museo Naval de Madrid.
 Visible las cuadernas del casco y las portañolas de los cañones.
Planos del buque inglés de tres puentes HMS Victory.
Planos del navío español Santísima Trinidad. Cuando fue construido tenía tan solo tres puentes.
Reformas posteriores lo convirtieron en el único navío de cuatro puentes de la historia.

A pesar de ser los auténticos reyes del mar, su lentitud y escasa maniobrabilidad los ponía a merced de los vientos y mareas, lo que les invalidaba con frecuencia para realizar buenos bloqueos marítimos, como los realizados por los españoles en Gibraltar durante el siglo XVIII. Tampoco eran muy efectivos en los bombardeos sobre tierra firme. Con frecuencia las flotas se veían diezmadas por tempestades y tormentas, que a veces determinaban una batalla. Requerían además grandes tripulaciones, necesarias para realizar las complejas maniobras de los buques, lo que supuso un grave problema para las armadas de las potencias europeas. Precisamente para favorecer el trabajo de la marinería y la instalación de la artillería la cubierta superior se diseñó más diáfana y espaciosa.
Su enorme tamaño, su numerosa tripulación, su poderosa artillería y los cuantiosos pertrechos que necesitaba, implicaron siempre enormes gastos de mantenimiento.  Por todo ello, una parte apreciable de los barcos de la mayoría de las flotas permanecía en dique seco, muchas veces sin su arboladura, desmontados los cañones, sin tripulación. Solo en caso de guerra se armaban y se dotaban de marinería para ser operativos, formando entonces imponentes escuadras. En el caso de España, la falta de medios económicos obligó a mantener un buen número de barcos en dique seco. Los borbones realizaron en el siglo XVIII un apreciable esfuerzo constructivo y la España de carlos III  llegó a contar con más de 70 navíos de línea y medio centenar de fragatas, pero una parte de esa flota permaneció casi siempre no operativa, por su elevado coste de mantenimiento
En general los barcos españoles eran buenos buques, de mayor tamaño y más pesados, más resistentes al fuego enemigo. Los ingleses, por el contrario, eran más ligeros y pequeños, aunque con similar capacidad artillera, por lo que tenían más maniobrabilidad y velocidad. Necesitaban menos tripulación, que además estaba mejor entrenada.

Armamento

Un navío de línea es ante todo una enorme plataforma artillera. Cargada de munición y erizada de decenas de cañones y otros dispositivos artilleros. Los cañones variaban en su calibre, en España se utilizaban los calibres franceses de 36, 24, 18, 12, 8 y 6 libras. El calibre se establecía según el peso de la bala que disparaban, de ahí que se hable de libras. Estos se disponían en las sucesivas cubiertas, situándose en las inferiores los de mayor calibre y peso, 36 y 24 libras, disminuyendo de tamaño según se ascendía hasta la más superior, donde se situaban los menores,. Las portas se distrubuían a uno y otro costado del barco, a babor y estribor, en un número de entre 13 a 16 por batería o cubierta, más otras seis o siete en el alcázar. El barco podía disparar, aunque no era lo frecuente, por un lado y otro.
Un cañón de 36 libras -15 kilos- podía perforar el costado de un barco de 60 cm de grosor y era servido por una dotación de hasta 14 hombres. Los más pequeños, de 8 o 6 libras, necesitaban 6 artilleros.
En las cubiertas y el alcázar se situaban también piezas más ligeras y manejables, que sin embargo, eran solo utilizables para corto alcance Era el caso de las carronadas inglesas, utilizadas para barrer las cubiertas enemigas con metralla. Los españoles encontraron una alternativa a las carronadas en los obuses, que también lanzaban metralla a corta distancia. Existían también morteros y pedreros, piezas de menor tamaño, aunque más manejables.

El corte transversal nos muestra la artillería de un buque de dos puentes.
 En la cubierta superior se disponen las piezas de menor calibre y aquellas
 utilizadas para la corta distancia como carronadas y obuses.

Cubiertas de un navío de dos puentes. Posee dos baterías de cañones, la más
 baja con los cañones de más calibre, 24 o 36 libras, la situada por encima con
 cañones de 18 libras, la cubierta superior con obuses y cañones de 8 libras.

Servidores de un cañón en pleno combate.
Reproducción a esacala 1:1 de la segunda batería del navío español
 San Juan Nepomuceno. Barco de dos puentes y 74 cañones botado
 en 1766 y apresado por los británicos en Trafalgar.
La carronada era un cañón ligero y maniobrable situado en la cubierta
 superior de los navíos. Lo montaba sobre todo la marina inglesa y barría
con metralla la cubierta de los barcos enemigos.

La nuevas tácticas de guerra naval

Todos los cambios operados en los barcos permitieron una transformación drástica en las tácticas y técnicas de guerra naval. Las flotas se disponían en formaciones de combate en forma de línea -de ahí el nombre de este tipo de barcos-, divididas en vanguardia, centro y retaguardia, con un jefe de escuadra o contralmirante al frente de la primera y última, y el almirante o comandante en jefe en el centro. Dirigidos a través de un sistema complejo de señales, los buques maniobraban en bloque y mantenían una disciplina férrea en el combate. Las dos escuadras trataban de ganar el barlovento, es decir, tener el viento a su favor, para maniobrar mejor, disponiéndose la flota de tal manera que podía emplear a la vez toda su potencia de fuego. Presentaban entonces la banda correspondiente al fuego enemigo y abrían sus portañolas para lanzar andanadas lo más rápido posible contra los barcos enemigos, recargaban y volvían a disparar. Una tripulación artillera bien entrenada, que fuera capaz de realizar su trabajo en poco tiempo y con decisión y orden, podía resultar decisiva en el combate. El desgaste de la batalla solía provocar daños importantes en ambas flotas, es entonces cuando la escuadra más dañada huía y se alejaba del lugar del enfrentamiento.

Batalla de la bahía de Chasepeake o segunda batalla de los Cabos de Virginia. Los navíos franceses se enfrentaron a la
 flota británica en 1781 con una clara disposición en línea. El resultado abrió el camino a la independencia americana.

Batalla de Krasnaya Gorka entre suecos y rusos. 1790. Las dos flotas se disponen en líneas ordenadas de combate.

 A lo largo del siglo XVIII, sin embargo, y por iniciativa sobre todo británica, las flotas empezaron a embestir frontalmente a la escuadra enemiga, que si no tenía una línea de combate bien establecida no podían repeler el ataque y veía como algunos de sus barcos eran rodeados por los enemigos, mientras otros permanecían alejados de la zona sin poder entrar en combate. Esto es lo que precisamente ocurrió en Trafalgar (1805), donde la flota franco-española mantenía un línea de barcos demasiado alargada y poco organizada, lo que permitió al almirante inglés Nelson lanzarse frontalmente sobre el centro de la línea enemiga y atacar en clara superioridad a los principales barcos franceses y españoles. Esta estrategia la había puesto en marcha con anterioridad el propio Nelson en 1797, en la batalla del Cabo San Vicente, cuando como comodoro del Captain desobedeció al almirante de la flota inglesa, John Jervis. Así  ocurrió también en la batalla de la Bahía de Aboukir (Egipto) en 1798 frente a los franceses, en la que Nelson ya estaba al mando de la flota británica. Sin embargo, la primera vez que se aplicaron semejantes tácticas fue con anterioridad, en 1782, cuando el almirante inglés Rodney se enfrentó en la batalla de Saintes al francés De Grasse en el marco de la Guerra de Independencia Americana.
Estas batallas resultaban especialmente encarnizadas, con barcos enzarzados en combates cuerpo a cuerpo. Los navíos buscaban el tiro en hilera, tratando de pasar por la popa o la proa del buque enemigo y descargar toda su artillería mientras el contrincante apenas podía defenderse, porque no podía presentar su costado erizado de cañones. Se situaban entonces en la aleta o amura del enemigo y descargaban toda su potencia de fuego. El objetivo fundamental era dañar principalmente la arboladura o el timón del barco oponente, que quedaba así inmovilizado, a merced de la artillería enemiga. Los combates artilleros se podían prolongar durante horas: los obuses y carronadas de la cubierta superior barrían con metralla la cubierta del enemigo, mientras los cañones de los puentes inferiores disparaban sin piedad sobre el casco para dañar sus baterías e ir disminuyendo su capacidad de respuesta. Generalmente se buscaba la rendición y solo en situaciones excepcionales el hundimiento del buque enemigo, que preso hacía mucho mejor servicio. El recurso al abordaje dejó de ser habitual, al contrario que en tiempos pasados, en los que era el principal método de acabar con el enemigo, proyectando las formas de guerra terrestres sobre el ámbito de la guerra naval. Cuando se producían, eso sí, seguían siendo especialmente cruentos, una lucha cuerpo a cuerpo con sables, mosquetes, hachas y picas.

Recreación de un abordaje. Los británicos asaltan un barco francés.


En esta obra de Richard Grenville se muestra el momento en que el que el almirante Collingwood, al mando del Royal Sovereign comanda una de las líneas de ataque y rompe la línea francoespañola, a la izquierda se encuentra el Santa Ana.
Pintura de Ivan Berryman sobre la batalla de Trafalgar. El HMS Victory, seguido del Neptune y Temeraire cortan la
 línea de la flota combinada franco española. Se observa la popa del navío francés Bucentaure. 

En este excelente vídeo se recrea el desarrollo de la batalla de Trafalgar. Aunque ocurrida en 1805, la mayoría de los barcos participantes fueron botados en el siglo XVIII y a todos los efectos el enfrentamiento se podía enmarcar en la guerra naval de dicho siglo.

                            

Estos dos videos, en plan videojuego, nos muestran la batalla de Aboukir entre franceses e ingleses y un supuesto combate, que nunca se dió en la realidad, entre la fragata USS Constitution y el HMS Victory. A efectos didácticos, al menos resultan llamativos:




Partes del navío de línea
Partes de un buque español de dos puentes. Todoababor.com

El clásico navío de línea era el de dos puentes y 74 cañones, que como podemos ver en la imagen tenía un casco con dos partes, la llamada obra viva, que era la zona por debajo de la línea de flotación, y la obra muerta, situada por encima de la linea de flotación. Por debajo de la línea de flotación la madera era recubierta con planchas de cobre para evitar su deterioro. En el interior, en las partes más bajas del barco se hallaba la bodega, zona de carga del navío, con almacenes de alimentos, toneles de agua y vino, leña. En él se situaba la santabárbara, el pañol de la munición y la pólvora, un lugar en extremo peligroso, ya que un impacto en la zona podía llevar al buque a saltar en pedazos. En el fondo de la bodega se echaba un lastre de hierro y piedras de gran peso que daba estabilidad al barco. Por encima de la bodega, pero todavía bajo la línea de flotación se hallaba el sollado, con pañoles o dependencias para pertrechos, herramientas, alimentos, etc.
Sobre el sollado se situaba una cubierta inferior, donde se hallaba la primera batería, que se encontraba justo por encima de la línea de flotación del buque. En ella se emplazaban los cañones más pesados, generalmente de 36 libras. Por encima se hallaba una segunda cubierta, donde se montaba una segunda batería que artillaba cañones de menor calibre y donde se situaban con frecuencia almacenes, despensas y habitáculos de los oficiales. Si el barco era de tres puentes habría una tercera cubierta con una nueva batería, aún de menor calibre. Por encima se hallaba la cubierta principal, artillada con cañones más ligeros, obuses o las típicas carronadas inglesas, que eran de más corto alcance y se usaban para batir las cubiertas superiores del enemigo. Tres enormes mástiles se erguían sobre la cubierta, siendo el palo mayor el más elevado y en el que se situaban las velas más importantes -vela mayor, vela de gavia o juanete mayor-. Si era dañado por el enemigo, que lo convertía en el gran objetivo, el barco quedaba casi inmovilizado. El palo trinquete se situaba más a proa y el palo mesana más a popa. En la parte más a proa la cubierta se elevaba, es el castillo de proa, que tenía su propia cubierta y en ella se situaba el bauprés, el palo delantero del barco. En el lado opuesto, la popa, estaría otra elevación, el castillo de popa, donde se encuentra el alcázar y más hacia popa, la toldilla, cuya cubierta es la parte más elevada del barco. Ambos espacios eran el centro neurálgico del barco, pues era en la toldilla donde los oficiales controlaban la cubierta del barco y podían dirigir la actividad de los marineros, además desde allí se podía observar el entorno más cercano al navío. Cuando se iniciaba la batalla, los oficiales se disponían en el alcázar, alli eran menos visibles y estaban menos expuestos al fuego enemigo que en la toldilla. Debajo de ella estaban los camarotes y dependencias de la alta oficialidad, bien aireados y luminosos, que exteriormente se proyectaban con ventanales y adornos, siendo la parte trasera del barco la más elegante y decorada del barco, aunque en el siglo XVIII resultaba mucho más sencilla que en épocas anteriores. El barco contaba además con botes y lanchas que se solían ubicar en la parte de popa.

Corte transversal de un buque de línea. 
Cubierta superior del navío de línea español Montañés, botado en 1794 en los astilleros de El Ferrol.

En el blog "Singladuras por la historia naval" podemos profundizar en el conocimiento de las distintas partes de un navío del siglo XVIII. Estas ilustraciones pertenecen a cada una de las entradas que se enlazan en la parte superior:





Tipos de navíos de línea


Obra de Derek G.M. Gardner, uno de los mejores pintores de temas navales de Gran Bretaña. En primer término, un buque inglés de tres puentes y 110 cañones, el Ville de París, en segundo plano un barco de dos puentes, al fondo una fragata.
Los barcos se clasificaban por el número de cubiertas o puentes que tenían y por tanto por el número de cañones que podían llegar a montar. Así los navíos de primera clase eran aquellos de mayor envergadura y porte, con tres puentes y 100 cañones o más. Eran pesados y muy costosos por lo que eran escasos en las grandes flotas, las únicas que los podían construir. España tardó en construir este tipo de barcos pero cuando lo hizo creó auténticos colosos, algunos de gran belleza y excelente construcción. Hasta 1732 no salía del astillero de Guarnizo el primero de ellos, el Real Felipe, con 114 cañones. Mayor fue el Santísima Trinidad, construido en el astillero de la Habana y que tras varias reformas se convirtió en el único navío de cuatro cubiertas del mundo, con 140 cañones, considerado el mayor barco de guerra del siglo XVIII. En las últimas décadas del siglo XVIII el clásico navío de tres puentes de la Armada Española artillaba 112 cañones, eran los conocidos como "Meregildos" o tipo Santa Ana. El Santa Ana fue construido en 1784 siguiendo los planos de Romero Landa y sirvió de modelo para otros barcos posteriores de tres puentes como el Príncipe de Asturias o el San Hermenegildo. Auténticos colosos eran también los navíos franceses de la clase Ocean, que montaban 118 cañones, como el L`ocean, el Lòrient o el primer de ellos, el enorme Commerce de Marseille. Han sido considerados los mejores barcos de tres puentes de la historia. Fueron construidos según los planos del ingeniero naval francés Jacques-Nöel Sané, uno de los grandes de la construcción naval de todos los tiempos, que diseñaba navíos veloces y de formas perfectas. La Royal Navy inglesa también construyó algunos barcos de este tipo, pero por lo general preferian buques menos pesados. Durante la segunda mitad del siglo XVIII los tres puentes ingleses montaban generalmente 100 cañones, ese era el caso de barcos como el del HMS Royal George, el HMS Royal Sovereign, el HMS Queen Charlotte o el célebre HMS Victory, buque insignia del almirante Nelson en Trafalgar. El primer buque inglés de 110 cañones fue el HMS Ville de París en 1795.

El Santísima Trinidad, el único barco con cuatro puentes y 140 cañones.
Maqueta del navío francés de tres puentes Commerce de Marseille.
El HMS Victory, navío inglés de tres puentes, visto desde la popa.
El Santa Ana, con tres puentes y 112 cañones, sirvió de modelo para otros
 navíos españoles de tres puentes construidos a finales del siglo XVIII.
Plano del navío de tres puentes español San José, botado en Ferrol en 1783. Resultó un navío muy navegable y rápido.

Los navíos de segunda clase tenían entre 80 y 94 cañones, repartidos en dos o tres cubiertas. El más normal era el clásico buque de 80 cañones dispuestos en dos cubiertas. Ese es el caso de los buques franceses de la clase Tonnant, cuyo primer buque, el Tonnant, fue construido en 1787, y al que pertenecían navíos como el Indomptable, participante en la batalla de Trafalgar. En Trafalgar participó también el Rayo, buque español construido en 1751, que junto a su gemelo Real Fénix, construido en 1749, suponen un buen ejemplo del navío español de 80 cañones.  De 80 cañones eran también los buques diseñados por Retamosa y construidos entre 1794 y 1795 para la Real Armada española. Navíos excelentes que perfeccionaban los modelos realizados por Romero Landa con anterioridad. Hablamos del Argonauta, el Montañés o el Neptuno, todos ellos también participantes en la batalla de Trafalgar.

Navío de línea español Real Fénix. Tenia dos puentes y montaba 80 cañones
Los navios de tercera clase, que artillaban entre 70 y 80 cañones, eran los navios de línea más comunes. El navío clásico, especialmente en las últimas décadas del siglo XVIII sería el de 74 cañones, que era el más habitual en la mayoría de las escuadras. En España, a finales de la centuria destacaron los del tipo San Ildefonso o "ildefonsinos", realizados a partir del modelo del buque San Ildefonso, botado en 1785. Realizados a partir de los planos de Romero Landa, resultaron barcos de gran factura, considerados entre los mejores del mundo: es el caso del San Telmo, del Montañés y el Monarca, que participaron en la batalla de Trafalgar, o del Infante Don Pelayo, que participó heroicamente en la batalla del Cabo San Vicente. En el astillero inglés de Chatham se contruía en 1760 el HMS Bellona, que sirvió de modelo para los buques de tercera clase Bellona, construidos en la segunda mitad del siglo en Inglaterra y que montaban 74 cañones. Un poco más grandes, pero similares y también con 74 cañones, eran los buques británicos de la clase Culloden, a partir del HMS Culloden, botado en 1776.

Plano del navío español San Ildefonso. Sirvió de modelo para una serie de barcos españoles de 74 cañones.
El HMS Bellona,  clásico navío inglés de 74 cañones, sirvió de modelo
 para otros barcos de su clase.
Los buques de cuarta clase tenían dos puentes y montaban entre 50 y 60 cañones. No formaba parte en sentido estricto del concepto de navío de línea, aunque algunas veces, si así era preciso, se unieran a los buques mayores para forma línea de combate. De menor envergadura eran los buques de quinta clase, que montaban entre 30 y 40 cañones, y los de sexta clase, con 20 y 30 cañones, ambos de un solo puente. Se trataba de barcos muy veloces y de gran maniobrabilidad, aunque tenían mucho menor capacidad de fuego. Entre ellos estaban las fragatas, ligeras y rápidas, utilizadas como escolta de convoyes, como auxiliares en las grandes escuadras, en labores de vigilancia o correo o en la lucha contra la piratería. Poco a poco se mostraron como un arma muy eficaz, que con el tiempo y a lo largo del siglo XIX, se fueron imponiendo, a la vez que aumentaba su tamaño y su capacidad artillera. De forma paralela, el nuevo siglo supondrá la entrada en decadencia de los grandes navios de línea.
Réplica de la fragata inglesa HMS Rose, más conocida como HMS Surprise,
 por haber sido utilizada en la película Master and Commander.

Tripulación de un navío de línea del siglo XVIII


Artillero español del siglo XVIII.
La tripulación de un navío de línea contaba con un nutrido grupo de hombres, que se ocupaban del manejo del buque y su artillería, asi como de una guarnición de infantería de marina. La dotación dependía del tamaño del barco y de sí se encontraba en época de guerra o de paz. Un navío medio de dos puentes y 74 cañones tenía una dotación de 700 hombres en momentos de guerra, descendiendo en tiempo de paz a 500, mientras un gran buque de tres puentes y 112 cañones, es el caso del Santísima trinidad o el Santa Ana, podía superar en tiempo de guerra los 1000, quedándose en 800 o menos en tiempos de paz. No olvidemos lo costoso de mantener esas tripulaciones, lo que hacía que se redujeran si no eran imprescindibles.
A los oficiales, capitán, tenientes, alféreces, contramaestres y guardiamarinas, habría que añadir los maestranzas - carpinteros, cocineros, buzos, armeros, faroleros, maestros de vela-, así como capellanes, cirujanos y pilotos, además del grueso de la dotación, formado por artilleros, marineros y tropa de infantería de marina. Había también pajes y grumetes.
Para profundizar en la dotación de un navío de guerra español del siglo XVIII se puede consultar la excelente revista digital de historia naval "Todo a babor":
http://www.todoababor.es/vida_barcos/organizacion.htm


Infantería de marina inglesa. Fines del XVIII.
1789, Marina francesa.  De izquierda a
 derecha: marinero, infante de marina
 (cannoniers matelots), oficial de marina.




Real Armada Española. Capitanes de navío en 1715 y 1775.

Como hemos comentado, el dotar a un barco de línea de su enorme tripulación implicaba enormes costes, que solo se abordaban cuando era estrictamente necesario. Muchos de los barcos podían estar en la reserva, no operativos, fondeados en los puertos cuando no había guerra o campañas, sin armamento ni tripulantes, hasta que eran necesarios. Entonces se les dotaba de tripulación. Se recurría a marineros que podían ser voluntarios, de matrícula o de leva. Los voluntarios eran de origen heterogéneo, algunos eran aventureros, en busca de un cambio de vida o buscando una carrera marítima que les permitiera ascender a guardian o contramaestre, otros se enrolaban para huir de la justicia y desertar a la primera ocasión. Distinto era el caso de los marineros profesionales o de matrícula, la base de cualquier armada que quisiera ser operativa. Eran hombres de mar (pescadores o marinos mercantes) que provenían de zonas costeras, puede que no conocieran el funcionamiento de un barco de guerra, pero aprendían pronto y estaban habituados a la vida en el mar. Sin embargo, su trabajo requería el pago regular de una paga, pues sus familias en tierra dependian de ello para sobrevivir. Si esta no llegaba, su lealtad se quebraba en medio de la lejanía y las penalidades de su vida a bordo. Mientras la Royal Navy se ocupó de cuidar a su marinería profesional, que cobraba con regularidad y recibía parte del botín de los barcos confiscados, la Real Armada Española vivió siempre durante el XVIII una enorme escasez de medios, lo que le impidió mantener y formar adecuadamente a sus tripulaciones profesionales.
En general, todos las armadas -ya fuera la española, la inglesa o la francesa-, cuando faltaban marineros profesionales y experimentados, recurrían a levas forzosas, enrolando a todo tipo de gentes, trabajadores o campesinos. Con frecuencia, y sobre todo a finales de siglo, se recurrió también a levas de delincuentes, presos o vagabundos. No eran la mejor solución, porque este tipo de hombres generaban graves problemas de disciplina, no conocían la mar y su disposición al trabajo era nula, pero la situación desesperada llevó a su generalización a lo largo del siglo, sobre todo en tiempos de guerra o cuando las epidemias diezmaban las tripulaciones. Es el caso de los años previos a la batalla de Trafalgar: la epidemia de fiebre amarilla que asoló Andalucía entre 1802 y 1804 diezmó los graneros de marineros de Cartagena  y Cádiz y ello obligó a levas masivas de vagabundos y delincuentes. 
Y de nuevo en este aspecto volvían a evidenciarse las diferencias entre los españoles e ingleses. Los ingleses se preocuparon siempre de convertir a una tripulación en un grupo experimentado y disciplinado, para lo que el adiestramiento era clave. Se necesitaban singladuras, tiempo en el mar, una experiencia que permitiera a los marineros y artilleros saber lo que tenían que hacer cuando llegara la batalla. Mientras los barcos españoles apenas navegaban, por falta de mantenimiento o por estar bloqueados en sus puertos por los ingleses durante demasiado tiempo, los británicos salían a navegar con frecuencia, lo que les permitía convertir en marinos expertos incluso a delicuentes y vagabundos. Este proceso de transformación lo muestra muy bien el célebre novelista Patrick O`brien en obras como "Contra viento y marea".

Las condiciones de vida a bordo

El navío de línea resultaba un alarde tecnológico de la navegación, implicó un aumento de la potencia de fuego, una mejora en la seguridad y en las capacidades marineras de los barcos. Pero a pesar de todo las condiciones de vida en su interior seguían siendo muy duras. Los múltiples sacrificios y duro trabajo se unían a los cuantiosos riesgos y la difícil convivencia. Todo ello obligaba a una férrea disciplina que endureció aún más la vida a bordo.
En semejante contexto, no es extraño que la mortandad fuera muy elevada. En primer lugar, hay que tener en cuenta que hablamos de navíos de guerra y los combates podían ser mortíferos, las bajas se multiplicaban cuando la artillería enemiga lanzaba sus proyectiles e impactaban en los barcos, muchos hombres morían y otros sufrían terribles mutilaciones. Las cubiertas eran barridas por los francotiradores y la metralla. Las astillas podían matar más hombres que la pólvora. Los combates duraban horas y muchos heridos morían de infecciones, en pésimas condiciones, antes de poder llegar a tierra. Como prueba de la dureza de los combates navales se pone siempre el hecho significativo de que las cubiertas estuvieran pintadas de rojo para mitigar el impacto que sobre los combatientes podía tener la sangre derramada durante la lucha.

Cubierta de un buque inglés durante un combate naval.

La mortandad estaba también ligada a los temporales, que provocaban naufragios y acrecentaban los riesgos de las labores y trabajos en el mar, aumentaban entonces los habituales accidentes que provocaban traumatismos y ahogamientos, no olvidemos además que muchos marineros no sabían nadar.
Sin embargo, el mayor peligro que acechaba a los tripulantes de estos navios  y el causante de la mayoría de las bajas eran las enfermedades, ligadas a las deficientes condiciones de vida, la insalubridad, el hacinamiento y la mala alimentación.
La falta crónica de espacio hacía del barco un lugar muy incomodo para vivir y moverse, sobre todo teniendo en cuenta las enormes tripulaciones con las que contaban y de las que ya hemos hablado, los barcos de tres puentes superaban los 1.000 hombres, alcanzando los 700 los de dos puentes. A ello habría que añadir el enorme espacio ocupado por los cañones, los pertrechos y herramientas, cajas, sacos, provisiones, barriles de agua y vino, munición y pólvora, y si el viaje era largo se incluían además animales vivos como caballos, vacas, cerdos, aves de corral -parque de ganado-. Todo esta carga aumentaba el hacinamiento, que favorecía la trasmisión y extensión de las enfermedades. Abundaban los espacios estrechos y bajos por donde los marineros tenían casi que agacharse, y los lugares de descanso resultaban incomodos y reducidos. En la popa, la zona más decorada del barco, se hallaban los habitáculos de la oficialidad, el camarote del comandante era el único espacioso e independiente, pues el resto de la oficialidad debía utilizar cabinas a veces muy pequeñas y estrechas. La tripulación descansaba en las cubiertas, entre los cañones, acostados en hamacas -coys para los británicos-. Se trataba de un sistema traído por los españoles desde América que permitía optimizar el espacio, las hamacas se podían además replegar en caso de zafarrancho de combate y aislaban al marinero de un suelo húmedo y sucio, reduciendo las mordeduras de los abundantes roedores.
En los laterales de popa se encontraban los jardines o leoneras, voladizos cubiertos que servían como retretes para los oficiales. Menos intimidad tenían los marineros y soldados que utilizaban para hacer sus necesidades tablas con orificios al aire libre situados en la proa del barco.

Popa del HMS Victory. En ella se situaban los camarotes de la oficialidad.
Una cubierta vista en distintos momentos. De izquierda a derecha: las mesas desplegadas entre los cañones
 durante la comida, la tripulación atendiendo a los cañones durante el combate, la marinería duerme en
 las hamacas desplegadas entre los cañones. Todo a babor.

Ampliación de la imagen anterior. Se pueden ver mejor las hamacas
 de los marineros entre los cañones.

Segunda cubierta del HMS Victory. La cubierta con los cañones,
la mesa donde comían los marineros y la hamaca donde descansaban.
El hacinamiento convertía el navío en un nido de infección: los espacios siempre abarrotados, mal ventilados y sucios, la atmósfera viciada y húmeda, el aire pestilente y putrefacto. Estas sensaciones aumentaban conforme más descendíamos hacia las bodegas. La sentina, situada en lo más profundo del barco era un lugar terrible, solía haber agua filtrada de los temporales y la limpieza del barco, a pesar del funcionamiento de las bombas de achique, en un ambiente lúgubre atestado de parásitos y mosquitos que transmitían enfermedades.
A la insalubridad había que unir la oscuridad. En las cubiertas inferiores había poca luz, especialmente cuando el mal tiempo obligaba a cerrar las portas de los cañones. La iluminación estaba muy restringida debido al elevado riesgo de incendio en un barco de madera. Los efectos resultaban devastadores: uno de los más grandes navíos de línea del siglo anterior (XVII), el británico Royal Sovereign  quedó destruido en 1697 tras sufrir un aparatoso incendio en el puerto de Chatham.
Sollado del  HMS Victory. Convertido hoy en barco-museo nos permite
conocer las dependencias del buque y como debía ser la vida en él.
Otro problema era la suciedad e inmundicia dominante. Durante buena parte del siglo XVIII, los marineros, al revés que soldados y oficiales, no estaban sujetos a ningún uniforme. Sí existía, sin embargo, una normativa sobre la necesidad de higiene, aunque en la realidad ésta era escasísima, debido entre otras razones a la escasez de agua dulce. A lo largo de siglo, la normativa se hizo más exigente y obligaba a la tripulación a cambiarse periódicamente de camisa, lavar la ropa y lavarse y afeitarse cada individuo periódicamente. Por lo general los marineros llevaban camisa blanca, con un pañuelo al cuello de uso múltiple, servía para limpiarse el sudor o las manos y se usaba como servilleta. El desarrollo de la medicina a lo largo del siglo también llegó a los barcos, y los médicos se preocuparon de mejorar la salubridad de los barcos, conscientes de que una flota podía depender de ello. Hubo un creciente esfuerzo por sanear las cubiertas, bodegas y sentina con el empleo de desinfectantes. La desaparición del parque de ganado no llegó hasta el siglo XIX, y sería en este siglo, con los navíos de hierro y vapor, cuando las mejoras en la salubridad cambiarían la vida de las tripulaciones.
Quizás el mayor problema era la alimentación de la tripulación. Por un lado, las dificultades de conservar y transportar los alimentos, por otro lado lo complicado de cocinar teniendo en cuenta la necesidad de grandes cantidades de leña y del peligro de mantener el fuego encendido en un barco de madera. Un hecho era incuestionable, cuando había temporal no había comida caliente. La comida, más que escasa, resultaba inadecuada y monótona, escaseando los alimentos frescos y ricos en vitaminas. La base alimenticia eran galletas y un pan muy duro y cocido, que aunque reseco, se podía conservar durante largo tiempo. Las verduras eran secas y el pescado y la carne salazonada, lo que permitía su conservación durante meses. Los alimentos frescos escaseaban y se agotaban rápidamente, especialmente en los viajes largos. La falta de verduras, frutas y hortalizas frescas era el problema fundamental. Acceder a ellos implicaba atracar en tierra firme, aunque para solucionar en parte el problema se introducían animales vivos, ubicados en el parque de ganado. Muchos barcos llevaban también aves de corral como gansos o pavos, que no sufrían el mal del mar. Un aporte básico de calorías eran las bebidas alcohólicas, esencialmente vino y aguardientes, utilizados además como medio de recompensa o estímulo para los marineros, o en su caso, como castigo cuando era restringido su consumo. Eran también una fuente de reyertas, conflictos y accidentes: tanto su abuso como su escasez generaba indisciplina y podía conducir a la rebelión. El agua dulce era igualmente vital, no solo para su consumo sino también para cocinar. Se almacenaba en barriles de madera en la bodega. La necesidad de repostar reducía la autonomía del barco, que debía acercarse a la costa. 
El agua, como los alimentos, podía estropearse y pudrirse debido a las malas condiciones de conservación, a lo que hay que añadir las ratas, que podían acabar con las reservas de alimentos. Los salazones podían durar según el tipo de carne bastantes meses, pero no toda la vida, mientras la fruta y la verdura se deterioraba con rapidez y el pan y las galletas se llenaba de gorgojos y larvas.


En la dieta de los marineros escaseaban los alimentos frescos. Se
 basaba en pescado y carne salazonada, verduras y legumbres
 secas, bizcochos y galletas duros y vino.
Estas condiciones de vida resultaban un vivero para todo tipo de enfermedades que además se extendían con rapidez, diezmando a veces barcos o incluso escuadras enteras. A lo largo del siglo XVIII mejoró la medicina en las armadas de la época, y los grandes navíos de línea llevaba dos cirujanos y algunos ayudantes a bordo. Sin embargo, la mortandad, aunque se redujo lentamente, siguió siendo alta hasta las primeras décadas del siglo XIX. Las malas condiciones del agua potable, la general falta de higiene, la proliferación de los parásitos y el hacinamiento, favorecían enfermedades a veces muy contagiosas como el tifus, la fiebre amarilla, el cólera, la viruela o el sarampión. La humedad continua y el duro trabajo de la vida en el mar favorecía la artritis y los reumatismos, agravando enfermedades pulmonares como la tuberculosis. Las enfermedades más importantes eran las derivadas de la mala alimentación: problemas gastrointestinales, disentería y sobre todo el escorbuto, llamada la "peste del mar", una avitaminosis marcada por la falta de vitamina C. Surgía después de dos meses de travesía e implicaba un debilitamiento general del individuo, dolor en articulaciones y piernas, después caída de los dientes, úlceras, hemorragias. El escorbuto podía diezmar flotas enteras. Así ocurrió con la escuadra británica del almirante Anson en su expedición en 1740. La flota, comandada por el navío Centurión, se dirigió a la costa pacífica americana y circunnavegó el globo, capturando en las costas asiáticas el deseado galeón de Manila a los españoles. Pasó a la posteridad por ello, pero también por los estragos que el escorbuto hizo en la tripulación: al término de la expedición, dos tercios de los casi dos mil hombres habían muerto de escorbuto. La célebre novela de Patrick O`brien "The Golden Ocean" (1956), traducida al español como "Contra viento y marea", nos narra precisamente los avatares de dicha expedición.
El Centurión del almirante Anson se enfrenta
 al galeón de Manila, al que finalmente apresó.
Patrick O'brien narra en esta obra
el largo periplo de la expedición del
 almirante Anson por el globo.






















Los médicos de la época desconocían la vitamina C, pero descubrieron que determinadas frutas frescas, especialmente los cítricos como limones y naranjas, mejoraban a los pacientes de escorbuto. El primero en percibirlo fue James Lind, médico escocés de la Royal Navy, que estuvo destinado al bordo del navío HMS Salisbury entre 1746 y 1747 y observó los estragos del escorbuto en la expedición. Aplicó distintos remedios a cada enfermo, comprobando que tan solo los que recibieron cítricos mejoraban rápidamente. Observó también que aquellos marineros en cuya dieta era escasa la fruta, la verdura y la hortaliza, padecían más la enfermedad. Hasta 1789 no se dio crédito a sus investigaciones, y entonces se empezaron a tomar medidas contra este mal. En 1795 se contaba con fruta fresca, sobre todo limones, en todas las armadas. Sin embargo, el jugo de limón perdia su eficacia al cabo de algunos días y los marineros eran reticentes a su consumo. Fue el cirujano de Nelson el que encontró la solución: lo añadía al ron. La vitamina C cristalizaba con el alcohol, conservando así sus virtudes. Semejante mezcla se hizo de uso común en la Royal Navy a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, solucionando en parte el problema.
El doctor James Lind dándole limones a algunos de los enfermos del
 HMS Salisbury. Su ostensible mejora le hizo sospechar sobre las
 capacidades de los cítricos para mejorar el escorbuto.
James Lind y su "Tratado sobre el escorbuto".
Enfermos de escorbuto son tratados con jugo de limón.

La disciplina en un navío del siglo XVIII

Un barco es un lugar atestado, lleno de hombres de toda condición, muchos obligados y en ocasiones delincuentes, las travesías pueden ser largas, el trabajo duro, el espacio mínimo, la enfermedad y el hambre atenazan la vida de los hombres... Si no hay una estricta disciplina, un navío tan complejo nunca sería operativo y la convivencia sería imposible. Por eso en la armada la disciplina era mucho mayor que en los ejércitos de tierra. El respeto y obediciencia a un oficial era incuestionable, aunque una orden resultara absurda había que cumplirla y solo después podía exponerse una queja a los superiores. lo contrario era insubordinación, Tras un consejo de guerra, ésta era castigada con la pena de muerte, generalmente en la horca. Esa también era la pena por protagonizar e iniciar un motín, así como por amenazar a un oficial, hecho de tal gravedad que suponía la amputación de la mano antes de ser ahorcado. El sabotaje a un barco, instalaciones y arsenales navales era también muy grave y en el caso de España implicaba castigos durísimos como pasar al reo por la quilla, el castigo más conocido y mediático, aunque no el más usado. Se pasaba al preso de lado a lado del barco por debajo del agua, generalmente moría al quedar su cuerpo destrozado por las astillas o las múltiples incrustaciones existentes en el casco del barco. Aunque apenas se aplicaba, en España este castigo se mantuvo hasta 1802, más tiempo que en otras marinas, que como la inglesa, lo habían eliminado a finales del siglo XVIII por su crueldad. La muerte era también el castigo por cobardía en combate, por esconderse o arriar la bandera sin permiso durante la batalla.
La ausencia del trabajo, la embriaguez, la blasfemia, el incumplimiento de normas, los hurtos, las agresiones entre marineros y soldados si no había muertos, eran faltas que provocaban castigos variados que iban desde el presidio a los azotes, golpes con palos, grilletes, privación de vino, alimentación a pan y agua, limpieza de cubiertas, etc. Uno de los castigos más temidos era colgar al marinero de una verga y descolgarlo con una cuerda con rapidez para sumergirlo repetidamente en el mar.
Los castigos solían ser públicos, teniendo de esta manera un carácter ejemplarizante y disuasivo sobre el resto de la tripulación. La palabra de un oficial era suficiente para condenar a un marinero, a no ser que dos testigos imparciales dieran otro testimonio. En general los oficiales preferían excederse que quedarse cortos, pues una pérdida de autoridad podía abrir el camino a una rebelión. En ocasiones, el excesivo autoritarismo también podía conducir a insubordinaciones y revueltas. El ejemplo más conocido fue la rebelión del HMS Bounty. Se trataba de un antiguo carguero adquirido por la armada británica, que en 1787 realizó una expedición hasta Tahití para embarcar árboles del pan, cuyo nutritivo fruto podía servir como alimento a los esclavos de las plantaciones caribeñas. Al parecer, la disciplina despótica del capitán William Bligh estuvo tras los hechos, así al menos nos lo ha mostrado el cine a través de grandes películas que han dado fama a la revuelta. Una obra maestra fue "Rebelión a bordo" de 1935, aunque para mi es especial la versión de 1962, con Marlon Brando como protagonista. Otra película que nos muestra muy bien la vida en un navío y reflexiona sobre la autoridad y la disciplina a bordo es "Master and Commander". Aunque está situada en 1805 y en una fragata, evidencia a la perfección el delicado equilibrio que supone ejercer la autoridad en un barco de la época.

Imagen de la película Rebelión a Bordo (1962). La brutal disciplina y
 los castigos son una de las clave del film.
Impresionante escena de Rebelión a bordo en su versión de 1962. Todos los críticos consideran mejor la película de 1935 del mismo título. Aún reconociendo que esta última es una obra maestra, yo me quedo con la primera. Marlon Brando está soberbio desafiando la autoridad del capitán de la Bounty:

             

Russel Crowe respresenta al capitán Jack Aubrey en Master and commander.

Navíos de línea en la actualidad

Muy pocas embarcaciones de esta época se han conservado. Tan solo un navío de línea ha llegado a nuestros días, el HMS Victory, del que ya hemos hablado y que fue el buque insignia del almirante Nelson en la célebre batalla de Trafalgar. Se trataba de un imponente buque inglés de tres puentes botado en 1765, que hoy se ha convertido en barco museo y se haya amarrado en el puerto de Portsmouth. En 1922 y durante 6 años fue sometido a una intensa restauración. Tras la Segunda Guerra Mundial fue de nuevo reformado al ser dañado por los bombardeos de la Luftwaffe alemana, y en el 2005 fue sometido a una última restauración para darle una apariencia más en consonancia con la que antaño tuvo.

El HMS Victory en el dique seco del puerto de Portsmouth durante
su laboriosa restauración en 1922.
El HMS Victory en la actualidad. Se encuentra en un muelle del puerto
 de Porsmouth, convertido en barco-museo.
Este vídeo nos permite conocer en profundidad al HMS Victory, convertido en el único ejemplo vivo de un navío de línea del siglo XVIII. 

              

Hasta la mitad del siglo XX se conservó también otro navío de línea, el Duguay-Trouin, que en 1949 encontró un triste final. Se trataba de un navío francés de dos puentes y 74 cañones que participó en la batalla de Trafalgar y que había sido construido entre 1796 y 1800. En Trafalgar fue capturado por los británicos que lo rebautizaron con el nombre de HMS Implacable. Su costoso mantenimiento llevó a la Royal Navy a deshacerse de él. Se ofreció el barco a Francia que lo rechazó, por lo que finalmente fue hundido por los británicos en las aguas del Canal de la Mancha.

El Duguay-Trouin en 1920. Su situación en esa época era lamentable,
 aunque posteriormente fue sometido a un proceso de restauración.
En este vídeo podemos ver el momento en que fue destruido el Duguay-Trouin por los británicos:

               

Otro de los pocos barcos de la época conservados es el USS Constitution, botado en 1797. Sin embargo, no se trata de un navío de línea, sino de una de las seis enormes fragatas construidas por los EE.UU. a finales del siglo XVIII con el objetivo de crear una fuerza naval propia.

Fragata USS Constitution.
Al margen de estos navíos, se conservan algunas réplicas bastante fieles de antiguos buques del siglo XVIII, aunque no de navíos de línea, sino de fragatas y otros barcos. Ese es el caso de la réplica del HMS Rose, fragata botada en 1757 y que hoy se denomina HMS Surprise, tras haber sido utilizada en la película Master and Commander. Otra réplica es la del HMS Blandford, una fragata inglesa de 1741 que participó en la batalla de Trafalgar, o el barco sueco Gotheborg, de 1738, que no era exactamente un barco de guerra. La réplica del navío español Santísima Trinidad, anclada en el puerto de Alicante, no la tenemos en cuenta porque no es una réplica en sentido estricto, sino un decorado flotante que sirve como restaueante y lugar de ocio.

Réplica actual del navío sueco Gotheborg.
La última incorporación a esta lista de reproducciones de barcos del siglo XVIII es la recreación de la fragata francesa Hermione, buque que participó en la guerra de la Independencia de Estados Unidos y en el que se traslado el general Lafayette. La réplica ha sido realizada según las técnicas constructivas del siglo XVIII en el mismo astillero, el de Rochefort, y ha emprendido en abril de 2015 el mismo viaje que ya realizó en el siglo XVIII hacia Estados Unidos.

La réplica de la fragata francesa Hermione en el puerto de Rochefort.