El sistema de coordenadas geográficas nos permite la localización de cualquier punto sobre la superficie de la Tierra con gran exactitud, partiendo de una red geográfica de líneas imaginarias que se entrecruzan perpendicularmente entre sí, son los meridianos y los paralelos. Los meridianos son líneas imaginarias que van desde el Polo Norte al Polo Sur. El meridiano de referencia sería el meridiano 0º o de Greenwich, que fue adoptado como base del sistema de coordenadas en la conferencia de Washington de 1884, reemplazando a los existentes. En dicha conferencia se establecía también que las longitudes alrededor del globo, tanto al oeste como al este, se tomarían hasta los 180º desde el meridiano inicial. La longitud 180º se hacía coincidir con la línea internacional del cambio de fecha. Esta última, como el meridiano 0º, se convertirían igualmente en la base del sistema de husos horarios hoy vigente. Algunos países como Francia tardaron todavía algunas décadas en aceptar dicho acuerdo, de hecho, en su caso se continuó utilizando el meridiano de París como referencia. A pesar de algunas resistencias, Gran Bretaña terminó imponiendo su carácter de primera potencia mundial, y el meridiano referencia terminó siendo el que atraviesa la ciudad británica de Greenwich, situada en las cercanías de Londres y que en la actualidad forma parte de su área metropolitana. En ella se sitúa todavía hoy el Real Observatorio, atravesado por el meridiano 0º, que recorre parte del suelo y de la fachada del edificio exterior. Muchos turistas visitan anualmente el lugar, aunque si realmente quieren atravesar el meridiano solo tendrían que desplazarse al noreste español, pues discurre por Castellón y Aragón.
Meridiano 0º al paso por el Real
Observatorio de Greenwich.
Fachada del Real Observatorio de Greenwich
atravesada por el meridiano 0º.
Cartel anunciador del paso del meridiano de Greenwich en la autovia AP-2 .
Situado entre Bujaraloz y Peñalba, cerca de Zaragoza.
Arco que marca el paso del meridiano 0º sobre la autovía AP-2 en Zaragoza.
Los meridianos nos permiten calcular la longitud, que sería la distancia angular de cualquier punto situado sobre la superficie terrestre respecto al meridiano 0º. La longitud puede ser este u oeste y se mide en grados sexagesimales. Va de 0º a 180º.
Meridianos y longitud
Los paralelos son círculos imaginarios que cortan perpendicularmente a los meridianos y discurren paralelos al paralelo 0º o ecuador. Este nos sirve de referencia y divide la tierra en dos grandes hemisferios, el norte y el sur. El ecuador es el mayor de los círculos, por encima y por debajo los círculos que marcan las líneas paralelas de latitud se van reduciendo hasta convertirse en un solo punto en los polos norte y sur, lugares donde además convergen los meridianos.
Los paralelos nos permiten medir la latitud, que es la distancia angular de cualquier punto de la superficie terrestre respecto al ecuador. La latitud puede ser norte o sur y se mide en grados sexagesimales. Va desde los 0º en el ecuador hasta los 90º que se alcanzan en los polos. Todos los puntos situados en el mismo paralelo tienen la misma latitud.
Algunos de los principales paralelos, además del ecuador, son los trópicos de Cáncer y de Capricornio, situados a 23º 27`norte y sur respectivamente, y los círculos polar ártico y polar antártico, situados a 66º 33`norte y sur respectivamente. Son de especial importancia al permitirnos definir las distintas zonas climáticas del planeta. Así hablamos de la zona cálida del planeta, entre los trópicos, o las zonas templadas situadas entre los trópicos y los círculos polares, por encima de los cuales se disponen las zonas frías.
La imponente belleza de los navíos de línea del siglo XVIII es la protagonista de la obra del pintor Carlos Parrilla. En primer térmno el monumental Santísima Trinidad, a la derecha un navío de tres puentes, el Principe de Asturias.
La España del siglo XVIII, sumida en una profunda decadencia, ya no era la gran potencia de los siglos anteriores. Convertida en un actor secundario en la política europea de la época, tenía un ejército y una armada menguada, cuyo poderío era ya inferior al de otras potencias europeas como Inglaterra o Francia. Su menor nivel tecnológico y las crecientes penurias económicas impedían al viejo imperio continuar en lo más alto. Aún así, los borbones, recién llegados al trono español, conservaban todavía un inmenso imperio, cargado de riquezas que solo se podían transportar a través de los océanos. Proteger y cohesionar esas posesiones y permitir el desarrollo de la actividad comercial implicaba una presencia militar en los mares, especialmente en el Atlántico y el Mediterráneo, lo que demandaba una armada fuerte y operativa que se enfrentara a las flotas contrincantes, sobre todo la inglesa, ya entonces la mayor flota del mundo, y que hiciera frente a piratas y corsarios. Todo ello llevó a los borbones a favorecer un rearme naval, con la construcción de nuevos barcos de guerra, especialmente navíos de línea, que permitieran volver a recuperar la presencia española en los mares. En este contexto se construía el Santísima Trinidad, el mayor barco de guerra de su tiempo, un imponente buque que, sin embargo, no resultó tan operativo como se esperaba y que adoleció de problemas técnicos derivados de su construcción. Participó en diversas acciones militares en las últimas décadas sin llegar a brillar en los combates, porque su tamaño y especialmente sus defectos constructivos, le impidieron llegar a una capacidad óptima de combate. A pesar de todo, la armada inglesa lo convirtió en una obsesión, quizás impresionada por su envergadura y poder artillero. A su tamaño descomunal se unió su triste final para conferirle una aureola casi mítica: en 1805 se hundía de forma trágica después de la batalla de Trafalgar.
El rearme naval español del siglo XVIII
José Patiño Rosales.
Con la llegada del siglo XVIII, España se muestra como una potencia decadente, cuya armada es una sombra de lo que fue, incapaz cada vez más para enfrentarse en los mares a la todopoderosa marina británica. En 1719 la Real Armada española contaba tan solo con 26 navíos de línea, la mayoría en muy mal estado, para defender el mayor imperio marítimo del planeta. Se trata de un país en quiebra, cuyos astilleros se encuentran prácticamente paralizados, no había pedidos y los que se realizaban no se pagan, por lo que muchos barcos se pudrían sin ser entregados.
Tras la guerra de Sucesión y la llegada de los borbones al poder en la persona de Felipe V, las cosas cambiarán de forma ostensible. El nombramiento de José Patiño como intendente general y secretario de marina supuso el inicio de un proceso de recuperación del poderío naval español y particularmente de la marina de guerra: se construyeron 36 navíos de entre 114 y 50 cañones, algunos realmente impresionantes como el primer barco de tres puentes español, el Real Felipe, un navío de 114 cañones construido en 1732 en los astilleros santanderinos de Guarnizo. Fue construido siguiendo el sistema del ingeniero naval y oficial de marina Antonio Gaztañeta, que desde 1720 realizó planos para barcos de guerra, diseñando buques con algunos defectos, pero que resultaron innovadores y maniobrables. Este inicial rearme, que pretendía recomponer el poder naval español y mantener el control de las rutas oceánicas con América, se unió a hechos históricos claves como la derrota que en 1741 el almirante Blas de Lezo infringió a una impresionante flota inglesa comandada por el almirante E. Vernon en Cartagena de Indias, permitiendo contener el creciente dominio inglés de los mares durante algunas décadas.
El Real Felipe, primer navío español de tres puentes.
Al almirante español Blas de Lezo (derecha), apodado
"medio hombre", le faltaba un brazo, una pierna y un
ojo. Bajo su mando, los españoles rechazaron el asalto
británico a Cartagena de Indias en 1741 (arriba).
La labor de rearme se verá consolidada con la llegada al trono de Fernando VI (1746-59) y el nombramiento como Secretario de Marina del marqués de Ensenada. Pretendía crear un ejército suficientemente grande y una flota importante y disuasoria que permitiera mantener las comunicaciones con el imperio y especialmente con América. La flota inglesa era demasiado fuerte, no se podía rivalizar con ella, pero si disuadirla con un fuerte rearme, "persuadir sin combatir", a la vez que se buscaba una activa política diplomática que logrará mantener delicados equilibrios y evitara la guerra. Esta inteligente política solo sería posible con la construcción de muchos barcos -inicialmente se pensó en botar nueve barcos al año-, pero también con la introducción de mejoras en la organización, en la formación de los oficiales y especialmente en el sistema de leva y la calidad de las tripulaciones, un problema crónico de la Real Armada española, que siempre adoleció de falta de profesionalidad en su marinería.
Durante el reinado de Fernando VI se introdujeron también grandes innovaciones técnicas en la construcción naval. Se abandonó el sistema Gaztañeta y se optó por los principios constructivos del sistema inglés, traído por los constructores británicos que vinieron a España gracias a la labor de Jorge Juan. Este había sido enviado a Gran Bretaña por el marqués de la Ensenada, donde con astucia se hizo con mucha información sobre los adelantos británicos en la construcción naval. Se trajó también ingenieros, oficiales y operarios ingleses entre los que se encontraban Mateo y su hijo Ignacio Mullan, que siguiendo dicho sistema constructivo, levantaron barcos como el monumental Santísima Trinidad.
Pintura de Carlos Parrilla. El Santísima Trinidad con su imponente
A pesar de todo, a final del reinado de Fernando VI nuestra flota estaba lejos de rivalizar con las dos mayores de la época, la británica y la francesa. En 1762 los británicos tenía 141 buques de línea -300 en total- y 80.000 hombres se enrolaban en su marina. Los franceses, que habían construido una moderna flota a partir de grandes avances tecnológicos, tenían por esa época unos 70 navíos de línea.
En el siglo XVIII, los elevados costes del mantenimiento de una potente flota naval habían hecho crecer las diferencias entre las potencias de primer y segundo orden. Los buques eran de enorme tamaño y se necesitaban muchos recursos para su construcción, así como para su laborioso mantenimiento. Las tripulaciones suponían otro grave problema: eran muy numerosas y en el caso de un buque de tres puentes se acercaban a los 1.000 miembros, superándolos en el caso del Santísima Trinidad. Escaseaban los hombres dispuestos a vivir y morir en los barcos y hacían falta cuantiosos recursos económicos para pagarles con regularidad. Había además que entrenarlos adecuadamente. Por todo ello, una potencia podía poseer docenas de navíos de línea, pero con frecuencia tan solo unos pocos de ellos estaban operativos, armados y dotados de tripulación.
Estas exigencias económicas y organizativas permitieron a Gran Bretaña y Francia dejar atrás a nivel naval a otros países como España, incapaz de hacer frente al adecuado mantenimiento de su flota y al pago regular a sus marineros, de la misma manera que Suecia perdía peso naval en el Báltico frente a sus tradicionales enemigos rusos.
Carlos III.
José Romero y Fernández de Landa.
El proceso de reconstrucción de la armada española encuentra su punto culminante con la llegada al trono de Carlos III (1769-88). En alianza con Francia, el nuevo rey se enfrentará abiertamente a Inglaterra con su nueva política marítima en el Atlántico. El esfuerzo constructivo será enorme, multiplicándose los recursos para la marina. Se introduce un nuevo sistema constructivo de estilo francés, para lo que se trae a España al marino e ingeniero naval Francisco Gautier, que buscaba barcos más veloces y menos pesados, con menor poder artillero. Sin embargo, a partir de 1782 se produce un nuevo cambio y se opta por los planos del ingeniero naval español José Romero Fernández de Landa. En los últimos años del reinado de Carlos III y los inicios del de Carlos IV, Romero Landa diseñará barcos muy marineros, resistentes y estables. Concibe una serie de barcos de tres puentes y 112 cañones, los llamados "meregildos", el primero de los cuales fue el Santa Ana, modelo y prototipo para otros posteriores, barcos excelentes como también eran el San Hermenegildo, el Real Carlos, el Salvador del mundo, el Conde de regla, el Príncipe de Asturias o el mejor de todos ellos, el Reina María Luísa. Estos navíos se convertirían en la columna vertebral de la Real Armada española, construidos en los grandes astilleros de la corona española: La Habana y El Ferrol.
Maqueta del navío de 112 cañones Santa Ana.
El navío de tres puentes Reina María Luísa era el mejor buque de la serie de los "meregildos", construidos
según los planos de Romero Landa a finales del siglo XVIII.
Plano de un navío español de 112 cañones.
Otra saga de excelentes barcos de esta época, también de Romero Landa, son los "ildefonsinos", una serie de buques que siguen el modelo del San Ildefonso, construido en 1785. Son buques de excelente factura, de dos puentes y 74 cañones, entre los que estuvieron además barcos como los San Telmo, San Francisco de Paula, Europa, Intrépido, Infante don Pelayo, Conquistador o el más moderno, el Monarca, algunos de ellos construidos ya a principios del reinado de Carlos IV.
Planos del buque español de 74 cañones San Telmo.
Al final del reinado de Carlos III, en 1788, España tenía más de 200 buques, entre ellos 76 navíos de línea y 51 fragatas. Se trataba de una gran flota que, aunque inferior a los 200 navíos de línea de Gran Bretaña y los 86 de Francia, era superior a la de otras potencias secundarias como Rusia, que tan solo tenía 49 navíos de línea. Se había hecho un enorme esfuerzo, no solo con la construcción de numerosos navíos de línea, sino también de buques menores como fragatas o corbetas, pero la distancia con Inglaterra resultaba insalvable.
Maqueta de una fragata española de 34 cañones.
Construcción de una fragata en un astillero español del siglo XVIII. Álbum del marqués de la Victoria.
Con el tiempo y a lo largo del reinado de Carlos IV, la flota se descuida, apenas se contruyen nuevos barcos, careciendo el país de los medios para mantener tantos navíos: faltan pertrechos y munición, el gasto en mantenimiento de los buques es mínimo, las tripulaciones son cada vez más lamentables y se prescinde de maniobras navales de entrenamiento por su elevado coste. La flota vuelve al estado desastroso en que se encontraba a principios de siglo. Cuando llegue la batalla de Trafalgar (1805), esta situación se tornará ya insostenible y como consecuencia España sufrirá una dura derrota que conducirá a la pérdida de su poder naval. Muy ilustrativa al respecto resulta la anécdota que nos remite al esfuerzo de los oficiales de la marina española en Cádiz en los meses anteriores a la batalla de Trafalgar: ante la situación lamentable de los buques, ellos mismos sufragan algunos de los gastos de mantenimiento, evitando así la vergüenza ante los oficiales franceses de la flota combinada por el mal estado de sus barcos.
A pesar de todo, España en los últimos años del siglo todavía se mantenía como país puntero de la construcción naval, prueba de ello fueron los excelentes diseños del general Julián de Retamosa, que corrigieron los defectos del sistema Romero Landa en la construcción de nuevos barcos de dos puentes. Siguiendo sus planos se construyeron entre 1794 y 1796 tres barcos de gran navegabilidad y máxima perfección, considerados entre los mejores del mundo de su época. Hablamos del Argonauta, el Montañés o el Neptuno, todos ellos participante en la malograda batalla de Trafalgar, que sentenció en 1805 el final del poderío naval español.
Pintura de Carlos Parrilla. El navío de línea Montañés en primer término.
Plano de un navío español de 74 cañones 1797
En estos enlaces podemos acceder a un increíble material gráfico y de imágenes, con dibujos, planos y grabados sobre arsenales, armas, buques, etc.:
Es en este contexto histórico de rearme naval en el que se produce la construcción del mayor buque de guerra y mejor armado del siglo XVIII, comenzado a construir en septiembre de 1769, bajo el reinado de Carlos III. El propio rey propuso el nombre: Nuestra Señora de la Santísima Trinidad. Sin embargo, desde un principio y tras su llegada a la península en su viaje inaugural, se le conoció por el apelativo de "El escorial de los mares", por su imagen imponente y monumental. Se construía casi cuarenta años después del formidable Real Felipe, botado en los astilleros de Guarnizo, con tres puentes y 114 cañones, y continuaba así la tendencia española de fabricar buques pesados y voluminosos, navíos que pudiendo soportar un duro castigo en el combate, pudieran además disponer de una gran cantidad de piezas de artillería con las que golpear al enemigo. Eran barcos con mucho tonelaje de desplazamiento, lo que les permitía embarcar numeroso material y personal.
Navío sobre grada en un astillero español. Colección del Marqués de la Victoria.
Construcción de barcos en el astillero de El Ferrol.
Puerta de entrada del arsenal y astillero de la Carraca
(San Fernando, Cádiz)
La construcción de un navío del tamaño del Santísima Trinidad planteó grandes dificultades a las autoridades navales españolas. Se necesitaba un gran astillero y contar con enormes recursos naturales en madera. Los principales astilleros españoles eran los de Cartagena, la Carraca en Cádiz o Zorroza en Vicaya, pero especialmente el de Guarnizo en Santander, el de El Ferrol en Galicia y sobre todo el de La Habana en América. Este último fue clave en el programa expansivo de la marina de guerra desarrollado por los borbones y de hecho en él se construyeron 74 navíos de guerra en todo el siglo. Uno de ellos fue el Santísima Trinidad y su construcción implicó ampliar el dique número cuatro del astillero cubano, al tratarse de un navío de gran tamaño.
Plano de La Habana en el siglo XVIII. Su arsenal y astillero fue el más grande del imperio hispano.
La construcción de este tipo de navíos requería de mucha madera, que en la península era generalmente pino y roble. Fueron los bosques cantábricos y gallegos los que alimentaron los grandes astilleros del norte español durante siglos. En el caso de La Habana tampoco faltaba la madera de calidad, pues en Cuba abundaban bosques de maderas tropicales y preciosas aptas para su construcción. En la construcción el Santísima Trinidad se utilizaron enormes troncos de caoba y júcaro, madera de caguairán para la quilla, así como decenas de enormes pinos traídos expresamente de Méjico para los mástiles y vergas. En total más de 2.000 toneladas de madera de primera calidad. La construcción de barcos como éste, pone de manifiesto algo evidente: la intensificación de la construcción naval a lo largo del siglo XVIII diezmó las forestas de zonas como el Caribe y el Cantábrico.
Planos del Santísima Trinidad antes de ser convertido en un buque de cuatro puentes.
La construcción del buque fue iniciada en septiembre de 1767. El proyecto era dirigido por Mateo Mullan, y tras su muerte, por su hijo Ignacio Mullan, ambos eran ingenieros irlandeses que habían llegado de Gran Bretaña gracias a la labor de Jorge Juan y seguían los principios constructivos del sistema inglés. Pedro Acosta se encargó de las estancias de los cañones, y tras ser elevada la tercera cubierta, se pusieron los mástiles y el barco se mostró en todo su explendor, en marzo de 1769 era botado. Concebido inicialmente como un navío de tres puentes que posiblemente tuviera 120 cañones, su tamaño era descomunal: con 61 metros de eslora por 16 de manga, desplazaba 4.950 toneladas y portaba un armamento que alcanzó, tras sucesivas reformas, las 140 piezas de artillería, alineadas en cuatro baterías por banda. La dotación llegó a los 1.048 tripulantes, entre marineros y oficiales.
Reconstrucción esquemática del Santísima Trinidad basada en el dibujo de Rafael Berenguer Moreno Guerra, coronel de intendencia de la Armada española, basada en descripciones de la epoca.
Al año siguiente de su construcción recalaba en Galicia en su viaje inaugural. Al llegar a la ría de Vigo provocó la admiración de la población y las autoridades, pero no de su capitán, Joaquín Maguna, que en el periplo había comprobado su escasa maniobrabilidad y como se escoraba hacia la derecha. En general los pesados navíos de tres puentes eran más lentos y menos navegables, pero tales rasgos se acentúaban peligrosamente en el caso del Santísima Trinidad, debido a la utilización en la construcción del tercer puente de tablones demasiado grandes y gruesos, lo que desvió el centro de gravedad del navío y acabó sumergiendo parte de la línea de flotación inicialmente concebida. En 1770 llegaba a El Ferrol para ser artillado y era sometido a pruebas que confirmaron los defectos de construcción. En 1771 se le somete a unas reformas que afectaron también al timón y el bauprés y que no solucionaron los problemas de navegabilidad.
Una vez armado, se comprobó además que su falta de estabilidad y tendencia a escorar inhabilitaba la acción de la primera batería de cañones, limitando su gran capacidad artillera. Por todo ello, se le sometió a nuevas reformas en Cádiz en 1778 y posteriormente en 1795. A la vez que se buscó darle estabilidad, las nuevas reformas aumentaron su artillería hasta los 134 piezas -124 cañones de distinto calibre y 10 obuses-. Según las ordenanzas vigentes a partir de 1776 se pintó el casco exterior por encima de la línea de flotación y la arboladura de amarillo y negro, mientras se teñían los entrepuentes y el castillo de tierra roja.
En 1882 entró otra vez en los astilleros de Cádiz, donde se le forró de cobre la obra viva, para evitar el deterioro del casco. Tras la batalla del cabo de San Vicente, en 1797, se repararon sus daños en Cádiz, y ante la falta de estabilidad, se forró de tablones el exterior del casco para ensanchar su manga, aprovechando la circunstancia para correrle la cuarta batería. De esta forma, en 1799 tenía ya 136 pieza artilleras, que se convirtieron en 140 cuando, antes de la batalla de Trafalgar, se le añadieron 4 obuses. Para entonces, sus colores eran ya otros, estando su casco pintado de rojo con bandas negras.
El aumento del número de cañones en la tercera y cuarta batería, acentúo el desequilibrio del que adolecía inicialmente, ya que nunca la redistribución del peso en las cubiertas fue medido de forma objetiva y se dio más importancia a fortalecer la capacidad artillera y la fuerza ofensiva del barco, que a mejorar su maniobrabilidad y navegabilidad.
Pintura de Geoff Hunt. El Santísima Trinidad tras su reforma, ya con cuatro puentes y 140 cañones.
Plano del Santísima Trinidad en la época de Trafalgar, con cuatro puentes.
Vida y obra del Santísima Trinidad
Ilustración de J. Hagg. Ell Santísima Trinidad antes de contar con cuatro puentes.
A pesar de su enorme tamaño y poder artillero, su bagaje de combate resultó limitado. Participó en algunas empresas y batallas, pero su historial, como sus cualidades técnicas, no estuvieron a la altura de su aureola y no justifican su fama y prestigio. A pesar de todo, terminó convirtiéndose en una obsesión de la Royal Navy británica, que aunque dominaba por entonces los mares, nunca había construido un buque de semejante envergadura y potencial de disparo.
Tras terminar su construcción, el navío tuvo su bautismo de fuego durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos (1775-1783). El gran enemigo de la España de la época era Gran Bretaña, por eso, cuando las colonias inglesas de Norteamérica iniciaron su lucha por la independencia, España junto a Francia las apoyó, en un intento de debilitar a los británicos, que tanto daño hacían con su presencia en el Caribe y el Atlántico al imperio español. Aunque la intervención española se vio siempre limitada por el miedo a un contagio revolucionario en su propio imperio colonial, la Real Armada española participó en acciones militares en el área del Caribe y el Golfo de México frente a los ingleses, en las que intervendría el Santísima Trinidad, que capturó en 1780 un convoy enemigo de gran tamaño, formado por 51 barcos mercantes.
Más tarde, el barco colaboró en el tercer sitio de Gibraltar (1779-83) -los dos anteriores se produjeron en 1704 y 1727-, que supuso cuatro años de bombardeos y el bloqueo naval del peñón por nuestra flota. Después de los fracasos anteriores, España comprendía que el asalto y bombardeo del peñón desde tierra no era suficiente, se necesitaba además un efectivo bloqueo naval que impidiera la entrada de suministros y pertrechos. En dicho bloqueo participó el Santísima Trinidad, aunque desde luego el bloqueo nunca fue muy efectivo y de hecho fue sobrepasado con frecuencia. En este contexto se produjo la batalla del cabo Espartel (1782). El Santísima Trinidad, entonces con 120 cañones, era el buque insignia del almirante Luis de Córdoba, encargado con una flota combinada franco-española de 46 barcos de esperar a los ingleses en la bahía de Algeciras. Los españoles habían fracasado hasta entonces en el bloqueo por la menor rapidez de sus barcos, más pesados que los ingleses. La flota británica, al mando de Lord Howe, se vio favorecida por la rapidez de sus navíos y la llegada de un temporal, lo que le permitió burlar a los españoles y entrar en el peñón. Después evitó el enfrentamiento y huyó hacia el océano. La flota española los siguió, pero era más pesada y lenta y se separó en dos bloques. Percatados los ingleses, la esperaron y entraron en combate con los españoles en el cabo Espartel, El buque Santísima Trinidad se puso entonces al mando de los barcos españoles más pesados y flanqueado por otros cuatro navíos se lanzó, dirigido por Córdoba, a romper el flanco británico, tratando de aislar algunos de sus barcos: la falta de coordinación de los navíos españoles dejó aislado al Santísima Trinidad que recibió entonces el fuego de hasta siete buques británicos. Más tarde, la flota británica se retiró y el almirante Córdoba desistió de perseguirlos. Nadie había ganado la batalla, pero el Santísima Trinidad sufrió importantes daños.
Aunque el sitio de Gibraltar terminó siendo un fracaso, la armada británica empezó a temer cada vez más la potencia del Santísima Trinidad, convirtiendo su captura o hundimiento casi en una obsesión. El propio almirante Nelson lo tuvo en su punto de mira, y en la última década del siglo XVIII y principios del XIX, el mayor marino de la historia de Inglaterra protagonizó varios episodios bélicos contra el barco. De hecho, el Santísima Trinidad fue protagonista indirecto de una gran derrota del insigne almirante. En 1797 fracasa en el ataque a Santa Cruz de Tenerife y pierde un brazo. La ceremonia de rendición se produjo en el Santísima Trinidad, fue entonces cuando subió por primera y última vez a su ansiada presa. Maravillado por el barco se le adjudican unas palabras que, al parecer, llegó a decir en una carta a su mujer: "Los españoles construyen magníficos barcos, pero sus tripulaciones son lamentables". Tenía bastante razón, no en vano él mismo lo pudo comprobar en algunas batallas tanto anteriores como posteriores, algunas de las cuáles le habían llevado a enfrentarse con el mismísimo Santísima Trinidad. Nos referimos a batallas como la del Cabo San Vicente (1797) o la de Trafalgar (1805), donde el mayor oficio, disciplina y entrenamiento de la marinería inglesa, así como la mayor competencia de sus mandos, se mostró definitiva, al convertir su flota en imbatible.
A continuación mostramos algunos de las pinturas del pintor de temas marinos Esteban Arriaga sobre el asalto británico a Santa Cruz de tenerife:
Óleo de Esteban Arriaga. Derrota de la escuadra del almirante Nelson en Santa Cruz de Tenerife. Día 25 de julio de 1797.
Óleo de Esteban Arriaga. Ataque del almirante Nelson al castillo de San Cristóbal en 1797.
Óleo de Esteban Arriaga. Derrota de la flota del almirante Nelson en Santa Cruz de Tenerife. 25 de julio de 1797.
En la célebre batalla del Cabo San Vicente, en febrero de 1797, se enfrentaron la flota británica y la flota española, muy superior en barcos. La primera tenía tan solo 15 navíos de línea más algunas fragatas y balandros, la segunda 27 navíos de línea y 11 fragatas. Pero no se puede aprovechar mucho la superioridad militar si se confía demasiado en ella, sobre todo teniendo en cuenta la calidad y rapidez de los barcos ingleses y especialmente la excelente preparación de sus tripulaciones, que se reveló como un factor determinante. El almirante español José de Córdoba se evidenció tan arrogante como inoperante y confió en su aparente superioridad militar. En frente estaba el almirante John Jervis y su subordinado, el entonces comodoro Horatio Nelson, cuya capacidad militar se mostró clave en la victoria inglesa.
Cuando la flota inglesa, en las cercanías del Algarve, avista a los españoles, comprueba que es más arriesgado huir que luchar, por lo que ataca a la escuadra hispana. Esta era superior en tamaño, pero presentaba una mala formación de combate: mientras los ingleses conservaban la línea, los españoles se habían dividido en dos grupos. Los ingleses penetraron, entonces, entre ambos para optimizar el uso de su artillería y aprovecharse de la situación. Al frente del movimiento táctico se hallaba el comodoro Nelson, que desde el HMS Captain rompe con los planes iniciales y desobedece las órdenes, arrastrando al resto de la flota inglesa con Jervis a la cabeza. El enfrentamiento fue muy duro y los españoles perdieron cuatro barcos, otros cuatro fueron apresados y varios más fueron seriamente dañados, entre ellos el Santísima Trinidad, buque insignia de Córdoba. El barco quedó aislado y fue atacado por el Captain, de 100 cañones, al que se le unieron otros cuatro navíos británicos. El buque español se batió con dureza y resultó gravemente dañado, sufriendo muchas bajas. Córdoba optó finalmente por la rendición y arrió la bandera, pero la llegada en su ayuda del navío Infante don Pelayo, dirigido por Cayetano Valdés, cambió las tornas y los buques ingleses se retiraron. La derrota no supuso la destrucción del Santísima Trinidad, aunque si una humillación enorme para la flota española y un consejo de guerra para el almirante Córdoba.
Obra de Augusto Brugada. El navío Infante Don Pelayo acude en ayuda del Santísima Trinidad, asediado por los buques ingleses, durante la batalla del Cabo San Vicente (1797).
Unos años más tarde, en 1805, el Santísima Trinidad participaba activamente en otra batalla, la del cabo Trafalgar. Aquella sería la más importante y más decisiva, también fue la última. En 1805 España y su flota eran vitales para la estrategia militar de Napoleón, que necesitaba los barcos españoles para derrotar a la Royal Navy y de esa manera poder invadir las islas Británicas. Por entonces, nuestra flota se encontraba en un pésimo estado, pero todavía conservaba buenos navíos y algunos oficiales de gran nivel. El punto más débil seguía siendo la mala calidad de las tripulaciones, acrecentada en aquella época por la epidemia de fiebre amarilla, que durante varios años había azotado el sur de España, diezmando las poblaciones marítimas que servían como granero de marineros. Otro problema importante era el escaso mantenimiento de los barcos, por la falta de recursos económicos para ello. Los barcos franceses estaban en mejores condiciones, además de ser excelentes navíos, pero carecían de una oficialidad experimentada tras la revolución francesa.
Conscientes de todo ello, los oficiales españoles trataron de evitar el enfrentamiento con los británicos, rechazando la salida de la flota de la bahía de Cádiz hacia mar abierto. No fue esa la decisión del jefe de la flota combinada, el almirante Villeneuve, que dio orden de partir a sus 33 navíos y perdió la protección de la que gozaba en Cádiz. En frente, el magistral almirante Horatio Nelson, que comandaba una flota inferior, con 27 navíos. Una vez más, la rapidez y preparación de los británicos, así como el arrojo y la astucia de Nelson, invirtieron la situación y rompieron de nuevo la superioridad del enemigo. Lanzó su flota contra el centro de la formación aliada, mientras el almirante Villeneuve, lejos de reaccionar optando por una maniobra de flanqueo, decidió huir hacia Cádiz. El desorden cundió en la escuadra aliada y parte de la flota no entró ni siquiera en combate, mientras su centro era atacado en masa, varios barcos británicos llegaron a rodear a los principales navíos de la combinada. Situado junto al Bucentaure de Villeneuve estaba el Santísima Trinidad, dirigido por Francisco Javier de Uriarte. Desde él también daba órdenes Baltasar Hidalgo de Cisneros, uno de los jefes de escuadra de la flota combinada. Los ingleses convirtieron en uno de sus principales objetivos al Santísima Trinidad, que fue rodeado y atacado por hasta cinco barcos: Neptune, Leviatan, Conqueror, Africa y Prince. Durante horas se batió con valentía y rechazó toda capitulación, a pesar de sufrir gravísimos daños y perder a la mitad de la tripulación entre heridos y muertos, los propios Cisneros y Uriarte cayeron heridos. Finalmente fue abordado y se rindió. Como a otros barcos cautivos, los británicos lo intentaron remolcar hasta Gibraltar convertido en botín de guerra, pero el navío se hundió al día siguiente en medio de una fuerte tormenta. Con él arrastró a la mayoría de los heridos, que se encontraban en su interior.
La batalla de Trafalgar marcó un antes y un después. Nelson moría en la batalla, y con el Santísima Trinidad, desaparecía también una parte importante de la flota española, que perdía también a algunos de sus principales oficiales: Churruca o Alcalá Galiano murieron, Gravina cayó herido. Era el inicio del dominio total de los mares por Inglaterra.
Pintura de Patrick O´brien sobre la batalla de Trafalgar. El Santísima Trinidad, en primer término, se bate contra los buques ingleses, disparando los cañones de una de sus bandas.
Pintura de William Clarkson Stanfield sobre la batalla de Trafalgar.
El Santísima Trinidad, ya con bandera inglesa y desarbolado, a merced de la tempestad que finalmente lo hundirá con los heridos en el combate en su interior.
Podemos profundizar en el conocimiento de la BATALLA DE TRAFALGAR a través de los dos VÍDEOS que exponemos a continuación. El primero resulta especialmente interesante y la recreación de la batalla es de una excelente calidad:
Este excelente VÍDEO nos aproxima al SANTÍSIMA TRINIDAD y hace una revisión de su historia, desde su construcción hasta el hundimiento del buque tras la batalla de Trafalgar. El único problema es su duración, superior a la media hora.
Además podemos visualizar estos otros tres videos de menor tamaño sobre el gran navío español de cuatro puentes:
El Santísima Trinidad en la actualidad
Tan solo un navío de línea se ha conservado hasta la actualidad, el británico HMS Victory, conocido por ser el buque insignia de Lord Horatio Nelson durante la batalla de Trafalgar. Está amarrado en el puerto de Portsmouth y ha sido convertido en un museo flotante. Se conservan otros barcos del siglo XVIII o se han hecho réplicas, pero no se trata de navíos de línea, sino de otro tipo de buques inferiores como fragatas. Del HMS Victory y de todos los barcos y réplicas de navíos del siglo XVIII hoy conservados, podemos conocer más a través de otra entrada de este blog "Los navíos de línea del siglo XVIII".
Ninguno de los navíos de línea de la Real Armada española ha llegado hasta nuestros días, tampoco se ha construido réplica alguna. Sin embargo, en 2006 se preparó un buque mercante para recrear la apariencia del Santisima Trinidad. Actualmente se encuentra en el puerto de Alicante, inicialmente se hallaba en el de Málaga, pero no se puede considerar una réplica y no tiene el mínimo rigor histórico exigible, es más bien un decorado flotante que tiene una función lúdica y turística y en cuyo interior hay un restaurante, una discoteca y una sala de exposiciones. Para conocer como es y como se construyó pinchar en este enlace: http://www.zonacrawling.com/foros/viewtopic.php?f=16&t=14075
Recreación actual del Santísima Trinidad. No se puede considerar
realmente una réplica, sino más bien un decorado.
Popa del actual Santsíma Trinidad. Hoy se encuentra anclado en
el puerto de Alicante y hace las veces de reclamo turístico.