BLOG DE JOSÉ ANTONIO DONCEL DOMÍNGUEZ (I.E.S. LUIS CHAMIZO, DON BENITO, BADAJOZ)

sábado, 14 de noviembre de 2020

Las tres Españas de la Guerra Civil. Entre el mito y la realidad

Soldados regulares del ejército republicano escribiendo cartas a sus familiares. Para muchos, aquella mayoría de soldados de los dos bandos que fueron a la guerra forzados representaban el corazón de la Tercera España. Son los protagonistas de Soldados a la fuerza de James Matthews. Fuente: abc.es

En 1998, el gran hispanista británico Paul Preston publicaba su obra Las tres Españas del 36, en la que se recogían las biografías de algunos de los más destacados personajes de la época. Pretendía Preston mostrarnos la España en guerra como una realidad mucho más compleja de la que tradicionalmente había sido encorsetada bajo el tópico del país fracturado en dos bandos irreconciliables y extremos. No debemos olvidar, que durante décadas, la Guerra Civil había sido un campo abonado para los tópicos, convertida en un arma arrojadiza en manos de distintos sectores políticos e intelectuales, que llenos de prejuicios ideológicos, han querido estirar los hechos en mayor o menor medida, deformándolos en su beneficio. Casi desde un principio, los baluartes ideológicos de los vencedores y los adalides de los vencidos, generaron sus propios mitos, puestos al servicio no de la verdad, sino de una historia deformada que se ajustara a su propia visión de las cosas. En las últimas décadas, algunos de los defensores de la existencia de la Tercera España han seguido también la misma senda, acercándose a la realidad a partir de los estereotipos y generando sus propios mitos.

Los mitos de los vencidos

Francisco Largo Caballero en 1927. F.: elmundo.es
Los vencidos vieron crecer desde muy pronto en su seno una ardiente mitología al abrigo de una posición más cómoda a los ojos de la realidad democrática actual, la de la defensa de un régimen parlamentario como el de la Segunda República frente a un golpe de estado militar. Sobre la base indiscutible de que incluso durante la guerra, el estado republicano continuó siendo un régimen liberal democrático, determinados sectores generaron un discurso tan ficticio como simplificador que convertía a todos los que lucharon por la República en defensores de la opción democrática y reformista, cuando es bien sabido que muchos de ellos abogaban por la revolución social y que, por tanto, no eran precisamente demócratas en el sentido literal de la palabra. Algunos de esos sectores se mostraron claramente hostiles a la República desde su nacimiento, despreciando el régimen por reformista y burgués. Ese fue el caso del movimiento anarquista (especialmente las F.A.I.), que solo colaboró parcialmente con la República durante la guerra, sin dejar de mostrar su hostilidad hacia el régimen político vigente y poniendo siempre como prioridad sus objetivos revolucionarios. No fue este el caso, sin embargo, de los comunistas leales a Moscú o del sector más radicalizado del PSOE, liderado por Largo Caballero. El primero optó, siguiendo las premisas de la Internacional Comunista, por la colaboración con el régimen republicano desde 1936, formando parte del Frente Popular y participando en los gobiernos republicanos durante la guerra; el segundo colaboró con la opción republicana reformista durante el bienio social-azañista, siendo Largo Caballero ministro de trabajo, y aunque optó por una creciente radicalización en los últimos años de la II República, tuvo un papel muy destacado tras el golpe de estado, cuando Largo Caballero presidió el gobierno de unidad creado a partir de septiembre de 1936.

Carteles propagandísticos de la revolución anarquista. Fuente: solidaridadobrera.org
En consonancia con esta idea, desde estos ámbitos de opinión es frecuente minusvalorar o silenciar la violencia revolucionaria ejercida en el bando republicano, lo que convertía automáticamente al bando rebelde en el gran protagonista de la represión, que monopolizaría así los paseos de prisioneros o las cunetas llenas de cadáveres. Se olvida con demasiada frecuencia la intensa violencia ejercida contra el clero y la enorme pérdida del patrimonio artístico y cultural ligado a la Iglesia, así como la acción represiva de las milicias o la impune brutalidad desplegada por las checas en ciudades como Madrid o Barcelona. Para esta corriente de opinión, testimonios como los mostrados por el periodista republicano Chaves Nogales en algunos de los relatos que forman parte de A sangre y fuego, resultan un bautizo de realidad casi apabullante y desde luego ciertamente molesto, al mostrar de forma descarnada y desde una postura nada reaccionaria, la extrema violencia ejercida por algunos grupos en la retaguardia republicana. Esto explicaría que su obra quedara en el olvido tras la guerra, molesta para unos y otros, y que sobre su figura se cerniera una densa cubierta de desmemoria. 
Como complemento a la perspectiva tendenciosa que hemos esbozado, en ciertos sectores de la izquierda política e intelectual se instaló la idea gratuita de que el golpe de estado de julio de 1936 había representado el levantamiento de buena parte del ejército, convertido en brazo ejecutor de los intereses de las élites económicas, contra el pueblo español. Se identificaba así al pueblo con la clase trabajadora no propietaria (obreros, mineros, jornaleros, etc.), entre la que evidentemente la izquierda política, reformista o revolucionaria, tenía unos apoyos sociales masivos. De esta manera, se obviaba la verdadera realidad social de España, pues los rebeldes contaban con amplios respaldos sociales a lo largo y ancho del país, resultando mayoritarios en determinadas regiones y entre determinados grupos sociales, y no solo entre las clases altas y acomodadas. El paradigma de tales apoyos los encontraríamos en el mundo rural de Galicia, Navarra o Castilla la vieja, un universo tradicional y arcaico, definido por el predominio de la pequeña propiedad campesina. Tal realidad se evidenció en las elecciones de febrero de 1936, que aunque marcadas por la victoria rotunda del Frente Popular en escaños, también dejaron claro el patente equilibrio de fuerzas entre la derecha y la izquierda en lo respectivo al número de votos. Hay algo indiscutible: sin el apoyo de amplios sectores populares, jamás las candidaturas de la derecha hubieran alcanzado el respaldo electoral que obtuvieron en las elecciones de 1936.

Unos trabajadores festejan la victoria del Frente Popular en las elecciones de 1936. Fuente: elpaís.com



La fuerte proyección e implantación que en el conjunto de la sociedad y en amplios sectores del mundo cultural e intelectual, han tenido algunos de estos mitos nos lleva a dudar de que el viejo tópico de "la historia siempre la escriben los vencedores" se pueda aplicar a la Guerra Civil Española. El gran historiador británico de la guerra, Anthony Beevor, autor de La Guerra Civil Española, y de algunos de los mejores títulos sobre la II Guerra Mundial (Stalingrado o Berlín 1939-45), considera que nuestra guerra es una rara y fascinante excepción, una de las pocas guerras en las que los que perdieron contaron la historia de manera más eficaz. En muchos aspectos, los vencidos tuvieron más éxito que los vencedores a la hora de convertir su relato en el dominante. Con acierto, Beevor señala múltiples razones: por un lado la intensa actividad de corresponsales e intelectuales extranjeros en la zona republicana durante la Guerra Civil, por otro lado, la vinculación clara de Franco con las potencias fascistas derrotadas en la II Guerra Mundial, así como la brutal represión ejercida por el franquismo tras la guerra y su tajante negativa a cualquier proceso de reconciliación posterior, todo lo que terminó alejando a los sectores liberales y democráticos del relato franquista del conflicto.

Los mitos de los vencedores

Los vencedores tuvieron cuarenta años de dictadura para edificar y consolidar toda una arquitectura mitológica sobre la guerra. De hecho, todavía hoy, los mitos históricos dominantes en amplios sectores de la derecha española siguen enraizados en la historiografía franquista y han encontrado una enorme repercusión gracias a la obra de "revisionistas" como Pío Moa, que en realidad no han hecho más que reformular los viejos mitos de la dictadura. En las últimas décadas, y hartos del que ven como un intolerable revanchismo de la izquierda política, amplios sectores sociales próximos a la derecha y la ultraderecha han demandado una historia hecha a la medida de sus certezas. Sin complejos de ningún tipo, un ejército de publicistas liderados por Pío Moa la ha elaborado y expuesto con sobrada maestría. Después de 40 años de dictadura ejerciendo el papel de "buenos", eran muchos los que empezaban a revolverse ante la posibilidad creciente de terminar siendo los "malos", y la obra de Moa les ha venido como anillo al dedo, como un salvavidas en la zozobra de la tempestad. 
No nos debe extrañar, por tanto, que Pío Moa alcanzara en 1999 el estrellato editorial con su primer gran éxito, Los orígenes de la Guerra Civil, y que desde ese momento cada uno de sus libros se convirtiera en un superventas, incluido su mediático Los mitos de la Guerra CivilEn sus obras, Pío Moa ha desmontado sin miramientos buena parte de los enormes avances realizados por una potente historiografía, conformada a partir de autores extranjeros y españoles, que ya desde la época de la dictadura, pero sobre todo a partir de la transición, habían desplegado un enorme trabajo histórico sobre la Guerra Civil. Como el "populismo" en política, su propagandística ofrecía al lector aquello que quería leer, le brindaba una historia a la carta, ajustada a sus prejuicios y exigencias ideológicas, optando necesariamente por simplificar al extremo lo que era una realidad muy compleja. 
Esta visión neofranquista está plagada de mitos. Se sobredimensiona hasta el esperpento la barbarie revolucionaria vivida en la retaguardia republicana, así como el papel represivo de las checas, mientras se minimiza la represión franquista, convertida, desde una óptica justificadora, en una respuesta a la inicial violencia ejercida desde el bando republicano. Se olvida con descaro que es el golpe de estado de 1936 el que da comienzo a la guerra, y que como es obvio, un golpe de estado militar es intrínsecamente un acto de violencia en sí mismo. Y es que el principio rector de esta mitología es que la guerra resultaba ya inevitable y que había comenzado en 1934, a raíz de los acontecimientos que desembocaron en la revolución de Asturias y la rebelión de la Generalitat, lo que convertía a la izquierda automáticamente en "culpable", situando su supuesto sectarismo en el origen del conflicto. Semejante afirmación, es más que discutible, por mucho que la violencia de la revolución de Asturias y la brutal represión posterior desencadenara un profundo proceso de polarización política y social. Sobre dicha lógica, el origen de la guerra podría ubicarse antes, pues el país ya se hallaba en un marcado proceso de polarización social y política a raíz de la paralización de las reformas del primer bienio tras la llegada del centro-derecha al poder (el ejemplo más paradigmático serían las enormes tensiones sociales que se vivían en el sur latifundista). Y si hablamos del cuestionamiento del orden político vigente, este no sufrió su primer intento de alteración con la revolución de Asturias, sino con el golpe de estado de Sanjurjo de 1932. Al final, toda esta lógica pervertida y justificadora del golpe militar, nos podría llevar a encontrar el origen de la guerra en la Constitución de 1931, con su supuesto carácter “sectario” y la violencia anticlerical de mayo de 1931, o en el propio nacimiento de la República, que algunos sectores llegan a deslegitimar como un proceso insurreccional no democrático.

La célebre foto de la revolución de 1934 que todos conocemos no corresponde a mineros Asturianos, sino que se sitúa en Brañosera,en la motaña palentina. Fuente: palencia.cnt.es (archivo Fernando cuevas).


Cartel propandístico del Frente Popular. F.: Pinterest 

En un intento más de invalidar el régimen republicano y negar el carácter democrático de la izquierda política, la corriente neofranquista actual ha centrado sus esfuerzos en el cuestionamiento de la victoria electoral de la izquierda en las elecciones de febrero de 1936. La lógica es aplastante: si existió fraude electoral, la legitimidad del golpe de estado posterior quedaría fuera de toda duda. Si en 1938 Serrano Suñer llegó a montar una comisión de juristas que denunció la manipulación electoral de la izquierda en las elecciones de 1936, en las últimas décadas han sido muchos autores los que han recogido su testigo. Muchos creyeron que la verdad de los hechos se zanjaba definitivamente con la estudio de Manuel Álvarez y Roberto Villa 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular. Un trabajo  elaborado y serio, sobre todo en lo relativo a las fuentes, realizado por autores ajenos a la publicista neofranquista, aunque no carentes de evidente sesgo (obsérvese los términos "elecciones del Frente Popular"), que la derecha mediática e historiográfica de este país no dudo en convertir en una sentencia final. El mito se convertía en una realidad inapelable a la luz de los datos. Sin embargo, la realidad vuelve a revolverse contra los deseos y la ficción: que hubo fraude y violencia es innegable, que ese fraude no fue un pucherazo generalizado lo reconocen hasta los propios autores del libro. Y si algo evidencia la obra es la incapacidad de sus autores para demostrar que de dicho fraude se pueda derivar un supuesto vuelco electoral a favor del Frente Popular. Al contrario de lo que afirma César Vidal, gran baluarte del neofranquismo, la victoria del Frente Popular no fue una combinación de violencia y fraude, aunque ambos existieran y permitieran una victoria más abultada de la coalición de izquierdas de la que realmente hubo. Las elecciones fueron esencialmente democráticas para los canones del periodo entreguerras y no existió un pucherazo generalizado que permitiera blanquear el golpe de estado posterior. Si la derecha perdió las elecciones fue por la enorme movilización de la clase obrera y por su  división política en distintas candidaturas.
Estamos, pues, ante un reduccionismo tendencioso que impone una imagen esencialmente revolucionaria del bando republicano, obviando las bases democráticas de la victoria electoral del Frente Popular y desde luego la pervivencia, aunque con enorme fragilidad, del régimen democrático republicano hasta el fin de la guerra. Se omite con premeditación la lealtad de amplios sectores reformistas republicanos y socialistas moderados a dicho régimen, aún a pesar del proceso revolucionario vivido en su interior una vez iniciado el conflicto militar. Olvidando la compleja realidad política del PSOE y la diversidad de sensibilidades que en él convivían, se focaliza interesadamente la atención en la figura de Largo Caballero y su deriva revolucionaria a lo largo de la II República, pues resulta una pieza fundamental para argumentar el supuesto proceso revolucionario en ciernes ya antes incluso de 1934 y contra el que el golpe de estado resultaría ser el único muro de contención. En la medida de lo posible, la retórica de agitador del líder socialista es descontextualizada, mientras se pasa por alto las crecientes tendencias golpistas de la derecha monárquica de Calvo Sotelo o la clara evolución de la CEDA de Gil Robles hacia posturas autoritarias. La idea central debía quedar clara: el golpe de estado fue inevitable y necesario ante el proceso revolucionario que se iba a imponer en España. César Vidal lo resume con su habitual tremendismo: "la Guerra Civil pudo haberse evitado incluso después del pucherazo si el Frente Popular no hubiera decidido ir, en palabras del socialista Largo Caballero, hacia la dictadura el proletariado" (actuall.com, 15/03/2017).
Desde los postulados de esta perspectiva deformada, que retrotrae la guerra al 1934, hasta cobraría sentido esa aberración judicial que se pudo vivir en la España franquista durante el conflicto y en la posguerra, esa especie de "justicia al revés" ejercida por la dictadura, cuya jurisdicción militar y jurisdicciones especiales recurrieron a tipos delictivos relativos al delito de rebelión para condenar a sus víctimas (adhesión a la rebelión o auxilio a la rebelión). Se materializaba así el mayor de los absurdos, los verdaderos rebeldes castigaban por delito de rebelión a quienes habían permanecido fieles y habían defendido al legítimo gobierno.
La derecha neofranquista, presa de cierta desesperación, muestra una auténtica obsesión por ganar la batalla del relato, es como si las archiconocidas palabras lanzadas por Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, "Vencer no es convencer",  atronaran día tras día en su subconsciente. La victoria militar de sus ancestros no fue suficiente, necesitan "convencer" a toda costa y se han puesto a ello con verdadero ahínco. Sin embargo, la determinación en la defensa de algo, no lo convierte de forma mágica en verdad, y los mitos de los vencedores se estrellan una y otra vez contra el muro de los acontecimientos. A pesar de la creciente polarización social y política en que se vio inmersa la II República, no debemos olvidar que la guerra comienza en 1936 con el golpe de estado y no antes. Tampoco debemos olvidar que las claves de dicho golpe se encuentran en la evolución de los acontecimientos de los meses anteriores, desde principios de 1936, con la victoria del Frente Popular en unas elecciones libres y democráticas, aunque celebradas en un ambiente de máxima tensión y elevada violencia. La verdad era que el gobierno surgido de esas elecciones y sostenido en el parlamento por el Frente Popular, era reformista y no revolucionario, que puso en marcha una intensa política que nunca se apartó de la senda reformista, que el movimiento anarquista volvió muy pronto a la senda insurreccional y que el largo-caballerismo no formó parte en ningún momento de dicho gobierno. La guerra nunca fue algo inevitable, fue producto de una acción decidida y estudiada, que se produjo ante un gobierno legal y legítimo que había ganado las elecciones en las urnas y que no estaba en manos de sectores revolucionarios. Esa es la realidad y no otra.

Los mitos de la Tercera España

Manuel Chaves Nogales. Fuente: elpaís.com
Existe una tercera mitología, mucho menos reconocida, la que han desarrollado en los últimos tiempos algunos de los baluartes intelectuales de la Tercera España. Ya el uso de dicho término, en el sentido en que frecuentemente se ha utilizado, es muy cuestionable, pues se nutre de la división maniquea de las dos España machadianas para crecer y fortalecerse. Esa Tercera España tan en boga hoy, encontraría sus referentes históricos en figuras de la eṕoca como Salvador de Madariaga, Menéndez Pidal, Alcalá Zamora, Ortega y Gasset o Sánchez Albornoz, y como veremos en la siguiente entrada de este blog, se sentiría plenamente identificada con la postura moral e intelectual del periodista republicano Chaves Nogales. Descubierto y reivindicado por el autor de Las armas y las letras, Andrés Trapiello, hoy se ha convertido en el gran icono del "terceraespañolismo" (palabro que, ante la necesidad, he decidido inventar) a partir de una de sus obras más destacadas, A sangre y fuego, formada por varios relatos en los que describe con increíble crudeza la violencia ejercida por los dos bandos durante la guerra.
Algunos de estos adalides de la Tercera España, obsesionados con posicionarse entre ambos bandos, describen la realidad desde una equidistancia forzada y no dudan en deformarla y estirarla si con ello consiguen situarse en la ansiada posición intermedia. Traicionan la objetividad que reivindican, al no entenderla como la falta de prejuicios y la preocupación por un análisis riguroso y neutral, sino como la homologación estricta de los dos bandos, labor que convierten en su meta final. Se empecinan en repartir "culpas" por igual, como si de eso se tratara, en lo que es un esfuerzo simplificador que implica no reconocer la existencia durante la guerra de dos regímenes de naturaleza diferente y opuesta, una dictadura militar caudillista, que inicialmente tomó un perfil fascista, y un régimen liberal democrático, que aunque frágil, pervivió hasta 1939; y en coherencia, reconocer también, que la violencia ejercida fue de naturaleza diferente, porque ambos marcos políticos no podían generar ni amparar los mismos procesos represivos. Presos de sus propios prejuicios, desprecian las diferencias políticas internas de los dos bandos en guerra y simplifican al extremo la realidad al definirlos con homogeneidad, lo que resulta especialmente chirriante cuando obvian la marcada complejidad interna del bando republicano, en el que convivían sectores insurreccionales y revolucionarios con otros liberales y democráticos. Ese reduccionismo simplificador les permite definir los dos "bandos extremistas" como realidades consistentes, para así poder definir su propia opción. Si cada uno de los viejos bandos en conflicto acusa al contrario, ellos acusan a los dos por igual.

Las obras de Riera o Trapiello son una referencia para los defensores de la Tercera España.
La idea es simple: un reducido grupo de extremistas condujo a una amplia mayoría a la matanza. Así, tal cual, la expone uno de los grandes publicistas de la Tercera España, Joaquín Riera, en su La Guerra Civil y la Tercera España, con un subtítulo más que aclaratorio: De como unas minorías extremas nos llevaron a la guerra. Hay que precisar, sin embargo, y en este caso concreto, que el autor lo hace desde el mayor desprecio hacia la dictadura franquista y sin homologar en modo alguno a los dos bandos en conflicto. 
En la misma línea argumental, Andrés Trapiello, otro de los grandes patrocinadores del "terceraespañolismo", define la Tercera España como "aquella que hubo de elegir bando a la fuerza, sin que ello significara que de haber elegido el contrario estaría también a gusto en él. La tercera España es la que acabó sometida a cualquiera de las otras dos, y en definitiva, la silenciada, la mayoritaria." Trapiello parece olvidar que en las elecciones de 1936 la movilización política fue muy elevada y que votó cerca del 75% de la población. Aquella España se mostró polarizada y no precisamente, y de manera maniquea, entre revolución y reacción, porque el programa del Frente Popular no era precisamente revolucionario. La ligereza con que Trapiello utiliza los términos “silenciada” o “mayoritaria” resulta cuando menos asombrosa y recuerda a la terminología invocada en Cataluña tras los acontecimientos de octubre de 2017, que llevaron al referéndum de autodeterminación y la posterior declaración de independencia de Cataluña. Amplios sectores del "españolismo" político acuñaron entonces el término “mayoría silenciosa” para referirse a todos aquellos que eran ajenos al procés independentista, pero que no se habían mostrado activos políticamente contra él y beligerado en apoyo de las instituciones del Estado, deduciendo además, con asombrosa arrogancia, la postura política que respecto a la independencia tenían aquellos que se abstenían. La prensa "españolista" y los autodenominados "partidos constitucionalistas” elevaron a los altares de los medios de comunicación la nueva "ocurrencia" mediática, surgida tiempo antes, en los orígenes del procés. Las elecciones de diciembre de 2017, en medio de una polarización y movilización política sin precedentes, acabaron con el mito e impusieron la realidad. Con la mayor participación de la historia, en torno al 80%, los independentistas obtuvieron 70 de los diputados frente a 57 de los partidos constitucionalistas, quedando al margen de dicha dinámica los 8 escaños de Comú-Podem, que se oponían a la independencia pero hacían suyo el derecho a la autodeterminación. El mito se diluía como un sueño, y llegada la hora, la mayoría silenciosa (para algunos "silenciada" por la represión nacionalista) no terminaba de salir de su silencio porque sencillamente no existía.
Es en este mismo sentido, en el que algunos intelectuales se atreven a edificar la idea de una Tercera España, definida como inmaculada y democrática, diferenciada de las otras dos Españas, violentas y autoritarias, a partir de lo que era un cajón de sastre en el que cabría lo más variopinto: los sectores políticos reformistas de derecha e izquierda, los sectores del centro político republicano, los decepcionados y desengañados de uno y otro banco (aquí estaría, por ejemplo, Chaves Nogales), los abstencionistas, los apolíticos por convicción y los apolíticos por ignorancia, los apáticos y los  indolentes, etc. Concebir a esa amalgama como una "mayoría silenciosa" o "silenciada" es cuando menos arriesgado, y en realidad, resulta tan tópico como absurdo. Y me pregunto, según estos "terceroespañolistas", ¿Qué era mi abuelo? Jornalero sin estudios, pero un hombre sabio, nada ignorante, interesado por la política y lector de prensa, persona de izquierdas, de mentalidad anticapitalista, creía sin tapujos en una sociedad comunista, aunque no militaba y no se adscribía a ningún partido. Preocupado por la justicia social, despreciaba la desigualdad brutal del campo extremeño en que vivía. Sin embargo, desdeñaba el radicalismo revolucionario en las formas, rechazaba las actitudes insurgentes del largo-caballerismo, que tanta implantación social tenía en su comarca (el área de Brozas, Arroyo de la Luz y Malpartida de Cáceres). Cuando estalla el conflicto civil no es represaliado aunque si "vigilado" y es incorporado en leva al ejército franquista, en el que participó en la guerra. Tras ésta, él y su familia experimentaron la opresión y la miseria que se cernió sobre el campo jornalero del suroeste español. Ni mi padre, ni mi abuelo se sintieron nunca parte de ninguna Tercera España, eran tan pobres como conscientes de su situación, se sintieron siempre como vencidos. En definitiva, definir dos bloques homogéneos de extremistas es tan maniqueo como introducir otro intermedio, el de la "gente normal" que se vio arrastrada hacia la guerra, y además, atreverse sin tapujos a otorgarle un carácter mayoritario. Una vez más, se simplifica la realidad para ajustarla mejor a los prejuicios previos.

Cartel de propaganda del Ejército Blanco
en la Guerra Civil Rusa. F.: app.emaze.com
No solo la española, la mayoría de las guerras civiles van mucho más allá del simple enfrentamiento de dos bandos bien definidos, superando también en complejidad el esquema simplón de la existencia de una supuesta mayoría intermedia, traicionada y arrastrada hacia la violencia por la evolución de los acontecimientos. En este tipo de conflicto se mezclan los más diversos antagonismos, mientras se confunden intereses y opciones ideológicas distintas, todo aderezado con la injerencia extranjera, conformada en forma de potencias carroñeras en defensa de sus propios intereses. Pongamos el ejemplo de la otra gran guerra civil de la Europa del siglo XX, la Guerra Civil Rusa, que hemos analizado en dos entradas de este mismo blog (La guerra civil rusa (I): operaciones bélicas y dimensión militar del conflicto y La Guerra Civil Rusa (II): causas de la victoria roja y consecuencias del conflicto). Son muchos los que reducen el enfrentamiento civil ruso a un combate fratricida entre los ejércitos rojo y blanco, entre la revolución y la reacción. Algunos van más allá, y entre los blancos, delimitan las sensibilidad liberal de los Kadetes respecto al autoritarismo zarista de los generales que lideraron el movimiento, el caso de Denikin o Kolchack, prefieren hablar así de revolución frente a contrarrevolución. Sin embargo, la guerra civil rusa va mucho más allá de esta visión tan simple como convencional, cualquiera que estudie en profundidad el conflicto descubrirá que son muchos los escenarios y los actores. Por un lado, están los bolcheviques, revolucionarios y comunistas, cuyas bases sociales son los obreros urbanos; por otro lado, están los socialrevolucionarios, la gran fuerza socialista campesina y, por tanto, la mayoritaria en un país eminentemente agrario. Enfrentados a los bolcheviques y hostiles a los zaristas, fueron incapaces de articular una alternativa militar, a pesar del apoyo inicial de los checos, prisioneros de la Gran Guerra, que terminaron siendo una pieza clave en el conflicto. Los socialrevolucionarios no era homogéneos y gran parte de la corriente socialrevolucionaria de izquierda colaboró con los bolcheviques durante la guerra. A semejante cóctel hay que agregar el socialismo más moderado, el de los mencheviques, que ya en los inicios del conflicto había caído en una posición marginal, y por supuesto, el anarquismo, que se había hecho fuerte en el este de Ucrania e hizo la guerra por su cuenta y contra todos, aunque llegó a colaborar con los bolcheviques en momentos muy puntuales. En el ámbito ideológico opuesto estaría el viejo zarismo, que pronto monopolizó el control de los ejércitos blancos desplazando a los liberales Kadetes. La columna vertebral de sus ejércitos lo formaban las huestes cosacas, con las que no faltaron tensiones, derivadas de las aspiraciones particularistas de los cosacos. Sobre esta batalla política, se superponían las luchas nacionalistas y las pretensiones independentistas de muchos de los pueblos del Imperio ruso. Los nacionalistas polacos o ucranianos, aunque próximos ideológicamente a los zaristas, no colaboraron con ellos debido a las posturas centralistas de estos últimos; los caucásicos ansiaban su independencia, mientras los tártaros de la Rusia europea recelaban de rojos y blancos y cambiaban de bando a conveniencia. Toda esta realidad se veía aderezada por la injerencia de las potencias extranjeras, que invadieron amplias zonas del Imperio. Como podemos ver, había muchas "Rusias" en guerra.
En busca de nuevos ejemplos, podríamos saltar un siglo en el tiempo, centrando nuestra atención en la que es la gran guerra civil del siglo XXI, la de Siria. Convergen en ella cuatro dimensiones, la política, la socieconómica, la religiosa y la étnica. La guerra nace como una revuelta popular frente a la dictadura de Bashar al-Asad, con exigencias de democracia y de mejoras sociales con las que hacer frente a la crisis económica. Lo que parecía una lucha entre dictadura y democracia, se torna pronto en una pugna entre el laicismo (el de al-Asad es un régimen laico) y el fundamentalismo islámico, cuando los supuestos sectores democráticos se desvanecen ante la irrupción del islamismo radical que canaliza la revolución popular, lo que queda evidenciado en la irrupción y expansión del Estado Islámico en el este del país. Pronto la lucha cobra una nueva dimensión, la eterna rivalidad interna del Islam: la lucha entre chiísmo y sunnismo encuentra en Siria un nuevo escenario, pues al-Asad representa a la minoría chií frente a los grupos yihadistas, de confesión sunní. El conflicto religioso se complica cuando la minoría drusa y cristiana se vuelcan en apoyo del régimen, ante la política de exterminio de las otras confesiones religiosas puesta en marcha por los islamistas radicales. Por si fuera poco, la situación se complica con la minoría étnica turcomana del norte, opuesta al régimen de Damasco, y la irrupción de los kurdos como gran fuerza militar, cuyas tendencias centrífugas los convertirá en opositores al régimen, a la vez que en el gran baluarte frente a la barbarie del Estado Islámico. Dentro de la minoría drusa no han faltado las disensiones internas, mientras los grupos fundamentalistas sunníes han rivalizado con frecuencia entre sí. Para más complejidad, las grandes potencias mundiales como Rusia o Estados Unidos, y las regionales como Turquía, Arabia Saudí o Irán, se han volcado en la guerra, siempre en defensa de sus intereses estratégicos. Y en medio, millones de personas que han buscado amparo en el extranjero para salvar la vida. ¿Existen dos Sirias enfrentadas? ¿Conformarían los millones de desplazados internos y los millones de refugiados en el exterior una Tercera Siria? Después de lo que hemos comentado, la respuesta a las dos preguntas es obvia: no. Como también es obvio el hecho de que el conflicto sirio es demasiado complejo, que no encaja bien en esquemas simplistas, ni se somete con facilidad a los tópicos. 

Refugiados sirios se agolpaban ante la frontera de Turquía huyendo de los combates (2016). Fuente: elespanol.com









Lejos de los mitos

Lejos de todos los mitos, de los de unos y otros, y también de los de aquellos que se sitúan entre ambos, están buena parte de los historiadores con oficio, con tendencias ideológicas diversas y a veces enfrentadas, pero alejados de juicios maniqueos. Solo son fieles a su trabajo. Para ellos, una guerra civil como la española es siempre una batalla compleja y múltiple y no se somete con facilidad a esquemas simples. Lo resume bien Santos Juliá en su Un siglo de España. Política y sociedad al señalar que "Lo que ocurrió fue desde luego una lucha de clases por las armas, en la que alguien podía morir por cubrirse la cabeza con un sombrero o calzarse con alpargatas los pies, pero no fue en menor medida guerra de religión, de nacionalismos enfrentados, guerra entre dictadura militar y democracia republicana, entre revolución y contrarrevolución, entre fascismo y comunismo". 

Alejado de la percepción simplista de las tres Españas de la que alardean Trapiello o Riera, el historiador Enrique Moradiellos refiere la existencia de tres proyectos políticos bien definidos que, en su obra 1936. Los mitos de la guerra civil, concibe como tres proyectos de reestructuración del estado y de las relaciones sociales, tres opciones ideológicas definidas por las "tres Erres" políticas que definieron el periodo entreguerras, tanto en España como en Europa: Reforma, Reacción y Revolución. Para Moradiellos, la España de la época no estaba marcada por una lucha dual, sino por una pugna triangular que se evidenció con fuerza durante el primer bienio reformista de la II República, cuando el gobierno reformista de Azaña sufrió un duro desgaste que tuvo que ver “con el renovado fuego cruzado que supuso la intensificación de la tenaza creada por el insurreccionalismo anarquista y por la resistencia parlamentaria conservadora y reaccionaria". Siguiendo a Moradiellos, durante el bienio de derechas, el reformismo democrático se fue acercando a un dilema crucial que lo fracturó, aquellos en los que predominaba el temor a la reacción frente al miedo a la revolución continuaron su cooperación con el socialismo, aquellos que tenían más miedo a la revolución que temor a la reacción se acercaron a la CEDA y la derecha política. Pero esas fracturas también afectaron a los extremos, de forma que el PNV se aproximó a los sectores reformistas republicanos y terminó abandonando su alianza con el tradicionalismo carlista, mientras el comunismo próximo a Unión Soviética (P.C.E.) optaba por la cooperación con los sectores reformistas, lo que se evidenció a través de su participación en el Frente Popular y más tarde, durante el conflicto civil, en los gobiernos republicanos, mientras rechazaba abiertamente priorizar la revolución frente a la acción militar.

Los carteles nos muestran los tres proyectos ideológicos que se desarrollaron durante la II República
 y que entraron en conflicto durante la Guerra Civil: Revolución, Reforma y Reacción.


De lo que no hay duda, mal que les pese a los adalides de la Tercera España, y por supuesto, a los de la España franquista, es que amplios sectores reformistas y democráticos formaron parte del Frente Popular, cuya base siguió siendo, como en el caso del gobierno del primer bienio republicano, su alianza con los sectores moderados del PSOE. Es incuestionable que en el Frente Popular estaban el largo-caballerismo y los comunistas, pero también lo es que la mayoría de sus diputados, tras las elecciones de 1936, pertenecían a opciones reformistas y no revolucionarias, que su programa político era reformista y no revolucionario y que el proceso revolucionario que se desarrolló, comenzó una vez iniciada la guerra y no antes. También es irrefutable que la República en guerra nunca dejó de ser un estado liberal y democrático. Aunque el peso creciente durante la guerra de las fuerzas revolucionarias fue llevando a los sectores reformistas a una posición cada vez menos relevante, los republicanos de izquierda nunca dejaron de estar presentes en los gobiernos de la República en guerra, tanto durante la etapa de Largo Caballero como en la de Negrín. Y es que, mientras la opción reformista más conservadora se diluyó tras el golpe de estado, no lo hizo la progresista, que mantuvo su proyecto reformista y democrático vivo en el régimen republicano. En palabras de Anthony Beevor (entrevista en El País de septiembre de 2005): "Dentro de la República convivían posturas, ideas y objetivos muy diferentes. En el bando nacional, todos eran conservadores, todos eran centralistas, todos eran autoritarios. Entre los otros, en cambio, había centralistas y autonomistas, partidarios de un estado fuerte y partidarios de que no hubiera Estado, había moderados y extremistas...Convivían posturas distintas que tenían ideas diferentes de la guerra". 
Terminamos con una certera sentencia de Enrique Moradiellos (entrevista en el Confidencial de julio de 2016). En muy pocas palabras, el historiador asturiano ha sido capaz de resumir con precisión la complejidad extrema de la Guerra Civil, truncando el tradicional dualismo maniqueo, pero también el simplón "terceraespañolismo" que algunos autores han construido sobre bases muy débiles:

“En resumen: la guerra empezó en julio de 1936 por un golpe militar reaccionario parcialmente fallido en la mitad del país y se convirtió en una prueba de fuerza de reaccionarios contra una combinación inestable y precaria de reformistas y revolucionarios. Esa es la triste y compleja verdad de los hechos.”

 

viernes, 9 de octubre de 2020

El "verano rojo" de 1919 y la masacre de Tulsa: violencia racial en EE.UU. a principios del siglo XX

Titular del periódico St.Louis Globe-Democrat del 6 de julio de 1917: "Cien negros tiroteados, quemados y apaleados hasta la muerte en la guerra racial de East St. Louis". Fuente: blackpast.org

Con sus poco más de 400.000 habitantes (1.100.000 hab. en el conjunto de su área metropolitana), la ciudad estadounidense de Tulsa es hoy la segunda ciudad del estado de Oklahoma. Una ciudad próspera que creció a lo largo del siglo XIX en torno al río Arkansas y se convirtió en uno de los centros neurálgicos de la industria petrolífera estadounidense durante el siglo XX. Conocida por el sobrenombre de capital mundial del petróleo, inspiró al propio Hollywood, que rodó en 1949 el film Tulsa, ciudad de lucha, en el que se recreaba el boom petrolífero que vivió la ciudad en los años 20 del pasado siglo. Su popularidad también ha estribado en el carácter extremo de su clima, algo general a amplias zonas del área de las grandes praderas. Conocida por sus desastres naturales, se encuentra en el llamado corredor de los tornados de Estados Unidos y sufre además recurrentes inundaciones por las frecuentes tormentas.

Sin embargo, el protagonismo de la ciudad de Tulsa va mucho más allá de lo conocido por el gran público, al menos desde el punto de vista histórico. Todavía son muy pocos los que la reconocen por ser el lugar donde se produjo la mayor y más brutal masacre racial de la historia de Estados Unidos. Hace ya casi un siglo acontecieron allí unos hechos terribles que quedaron postergados al más increíble de los olvidos. Después de lo ocurrido, un telón de desmemoria se cernió sobre la historia de la ciudad y tanto las instituciones como los individuos trataron de olvidar durante muchas décadas los trágicos acontecimientos. Los asesinos y las víctimas, por razones obviamente diferente, no volvieron a hablar de un tema que se tornó tabú: unos pretendían silenciar sus crímenes y evitar responsabilidades, otros eran presas del pánico e intentaban sobrevivir sobre las ruinas de lo que les quedaba, todos intentaban seguir viviendo tras unos acontecimientos dolorosos que habían fracturado irremediablemente la convivencia de la comunidad. En el futuro, casi nadie osó mencionar o describir los acontecimientos en los libros de historia, ni de Tulsa, ni de Oklahoma, ni de Estados Unidos.

George Floyd, poco antes de su muerte, bajo la
rodilla del policía Derek Chauvin. F.: publico.es
Sin embargo, y como en tantas ocasiones (podemos mencionar el olvido de la brutal represión franquista de la posguerra española y los intentos actuales por recuperar la memoria de las víctimas) la historia es terca y la memoria de lo acontecido en Tulsa permaneció a lo largo del siglo XX viva a través de las conversaciones en voz baja y los recuerdos de los más viejos, que lo rememoraban en el ámbito privado. Y cuando los hechos parecían haberse volatilizado para siempre, emergieron tibiamente con el inicio del XXI para resurgir con increíble fuerza a raíz de la crisis social propiciada por el asesinato de George Floyd, un ciudadano de raza negra brutalmente asfixiado por la policía en las calles de Minneápolis en mayo de 2020. La reacción social de protesta inundó las calles de todo el país, surgiendo un movimiento de reivindicación bajo el nombre de Black Lives Matter, que ha puesto sobre la palestra el racismo que palpita en la sociedad y las instituciones del país. Al abrigo de esta situación, la oscura historia de segregación y violencia racial de EE.UU. ha sido denunciada, se ha perdido el miedo, se han eliminado las precauciones y con inusual descaro se han derribado estatuas e incluso se ha intentado reescribir la historia en favor de las víctimas de la esclavitud y la segregación racial. Es así como muchos de los hechos históricos olvidados, como el acontecido en Tulsa, han renacido y recobrado una nueva dimensión, llegando a un gran público que los desconocía casi por completo.

La muerte de George Floyd desembocó en el nacimiento de un masivo movimiento de protesta, el conocido como Black Lives Matter, que reivindica la dignidad de los ciudadanos de raza negra. Fuente: elmundo.com












Hoy es mucho lo que ha cambiado en Tulsa y en el conjunto de Estados Unidos, la mentalidad ha evolucionado y la comunidad afroamericana ha prosperado, desarrollándose una potente clase media negra, pero las tensiones raciales siguen vivas y buena parte de la población de color sigue viviendo en sus propios barrios (evidente herencia de la época de la segregación), con índices elevadísimos de pobreza, población carcelaria y paro, sufriendo además una insoportable brutalidad policial. Y es que, con independencia de su nivel de vida y su clase social, todos los afroamericanos tienen algo en común, sufren la sospecha social y policial respecto a su potencial como delincuentes. Por otra parte, todavía pervive un sentimiento de hostilidad racial en amplios sectores de la población blanca, que no terminan de aceptar la prosperidad de los negros, que no asumen que éstos les superen en los más diversos ámbitos, que sean más cultos o más ricos, porque en lo más profundo de su corazón (y de su educación) los conciben como inferiores, y esa prosperidad remueve sus sólidos principios de superioridad racial. Es la envidia que con frecuencia acompaña al racismo.

Ambos ingredientes del racismo, sospecha y envidia hacia los negros, siguen hoy vigentes en parte de la sociedad americana y son los dos elementos que definen los acontecimientos que se produjeron a principios del XX en Tulsa. En el país donde nació la democracia, en la que era la nación más rica y próspera del mundo, en la primavera de 1921, recién terminada la Primera Guerra Mundial, la comunidad negra de la ciudad de Tulsa lo perdió todo, sus casas y propiedades, sus negocios y en muchos casos su vida. Centenares de personas de color fueron asesinadas y el próspero distrito negro de Greenwood quedó reducido a cenizas. Sin embargo, y al contrario de lo que pueda suponerse, lo ocurrido allí, no fue en modo alguno un hecho aislado, sino una realidad endémica en una sociedad que se había construido, desde sus cimientos, sobre los valores del racismo y la segregación.

El verano rojo de 1919 

Los hechos acontecidos en Tulsa se explican como parte del contexto social racial existente desde la segunda mitad del siglo XIX y especialmente desde el fin de la Primera Guerra Mundial, cuando las circunstancias socioeconómicas dispararon la conflictividad racial, desembocando en el llamado verano rojo de 1919, así definido por el intelectual y activista negro James Weldon Johnson, y en las tensiones raciales que marcaron los años siguientes en Estados Unidos. 

Cartel de "El nacimiento de una nación" de
 D.W. Griffith. Fuente: filmaffinity.com
El fin de la Gran Guerra había desembocado en Europa en una época convulsa marcada por la extensión de los conflictos sociales bajo la inspiración de la Revolución rusa de 1917. Es el momento de la revolución espartaquista alemana de 1919, el Trienio Bolchevique español (1918-20) o el Biennio Rosso italiano (1919-20). Estados Unidos, aunque menos afectado por las convulsiones de la guerra, vio también crecer las tensiones laborales y sociales, que adquirieron pronto un formato racial. Como reacción, se impuso en el país un giro conservador posbélico, un rechazo al comunismo y las luchas obreras, pero también a las aspiraciones de justicia y fin de la segregación racial de la población negra. Bandas de blancos se enseñoreaban de la noche y atacaban a la población de color, se multiplicaban los asesinatos y linchamientos, se destruían las propiedades de los negros, sus casas y negocios. En 1915 se refundaba un segundo Ku klus klan, organización supremacista que amparaba y legitimaba la violencia racista, que en estos años adquirirá una fuerza hasta entonces desconocida, con millones de miembros, extendiendo su influencia por todo el país, incluso por los estados del Oeste y el Norte. Ese mismo año se estrenaba la película muda "El nacimiento de una nación", considerada a nivel técnico uno de los filmes más importantes de la historia del cine, pero también una cinta especialmente polémica por su racismo explícito y su abierta apología del Ku Klus Klan.

Desfile multitudinario del Ku Klus Klan en Washington en 1925. Fuente: dailymail.co.uk

Un afroamericano lichado en 1925. F.: wikipedia.org























Los linchamientos y la violencia contra los negros habían sido siempre algo frecuente en los estados del Sur, allí eran utilizados históricamente como medio de castigar el comportamiento "inadecuado" de los negros, su supuesta inclinación hacia la violencia y especialmente su actitud ante las mujeres blancas (abusos o violaciones). Era una especie de instrumento de "control racial" para inhibir los deseos de los negros y sus tentaciones de rebelarse contra el predominio racial blanco. No debemos olvidar que había muchos condados del Sur, especialmente de Georgia, Alabama, Mississippi, Arkansas o Lousiana, donde la población negra igualaba o incluso superaba a la blanca, lo que había generado en ésta un miedo casi irracional a una posible rebelión de los negros. 

Fue precisamente en esta época, pocos años antes del llamado verano rojo de 1919, en mayo de 1916, cuando se produjo uno de los más sangrientos linchamientos de la historia de Estados Unidos. En Waco, Texas, un joven trabajador agrícola negro era asesinado de una manera cruel y atroz. Se le había acusado de violar y matar a la esposa de su patrón blanco y un tribunal lo había declarado culpable y condenado a muerte. Ante la pasividad de los funcionarios y policías, una multitud enfervorizada lo arrastró fuera del tribunal y lo condujo frente al ayuntamiento de la localidad. Allí, en un ambiente festivo, miles de espectadores, muchos de ellos niños, se arremolinaron para ver como era castrado y se le amputaban los dedos, como era colgado vivo sobre una hoguera para ser alzado y bajado varias veces sobre el fuego. No le pareció suficiente a la turba, y el cadáver calcinado fue desmembrado y su tronco arrastrado por toda la ciudad. Algunas de las partes de su cuerpo se vendieron como souvenirs y las fotos que se realizaron se imprimieron y vendieron en Waco como postales. 

Ante la satisfacción de los blancos que le rodean, el cadáver calcinado de Jesse Washinton cuelga de un árbol tras su brutal linchamiento. Fuente: wacotrib.com

La brutalidad del linchamiento de Jesse Washington en la ciudad de Waco superó todo lo imaginable. La víctima sufrió amputaciones y fue quemado vivo. Esta macabra fotografía así lo evidencia. Fuente:face2faceafrica.com
Sin embargo, y más allá de los linchamientos clásicos, la violencia racial posterior a la Gran Guerra irá adquiriendo una nueva dimensión, mucho más social, y como gran novedad, se extenderá más allá de los estados sureños para alcanzar también a los estados del Norte. Entre 1910 y 1930 se produjo la llamada Gran Migración (a partir de la Segunda Guerra Mundial se produciría una segunda migración aún mayor), que condujo a más de millón y medio de afroamericanos desde los estados del Sur hasta las grandes ciudades industriales del Norte, Medio Oeste o California. Ciudades como Kansas City, St. Louis, Chicago, Cleveland, Detroit o Nueva York vieron duplicada su población negra. Los inmigrantes de color buscaban un empleo y la mejora en sus condiciones de vida, pero huían también de las llamadas leyes de Jim Crow, las leyes segregacionistas que limitaban la libertad de los negros en el Sur. En las ciudades de destino en el Norte se producirá entonces una fuerte reacción de la población blanca ante la creciente y masiva llegada de población negra, convertida en rival laboral, al disputar los empleos a los blancos y abaratar el mercado de trabajo. De hecho, eran frecuentes las ocasiones en que los empresarios se enfrentaban a las huelgas de trabajadores utilizando obreros negros para sustituir a sus empleados blancos, algo que estuvo en la raíz de muchos disturbios raciales, como los acontecidos en St. Louis (Missouri) en julio de 1917 o en Omaha (Nebraska) en septiembre de 1919. Todo esto se producía en un contexto urbanístico y demográfico muy complejo, en el que ciudades como Chicago llegaban a duplicar su población en pocos años, lo que generaba graves problemas de acceso a la vivienda. Muchos trabajadores negros intentaron asentarse en barrios tradicionalmente blancos, provocando la reacción y el rechazo de éstos. Es precisamente en esta época cuando se consolida definitivamente la fuerte segregación racial urbana de la sociedad americana, que hoy todavía marca el devenir de la mayoría de las ciudades, y que no es solo perceptible en las urbes del Sur, sino en ciudades de otras partes del país como Chicago o Detroit. Fue precisamente Chicago una de las ciudades donde la violencia racial alcanzó mayores niveles, estallando en brutales disturbios a finales de julio de 1919. La tensión se desencadenó a partir de un hecho fortuito, un joven negro cruzó nadando la línea invisible que separaba las razas en una playa del lago Michigan. Su asesinato desembocó en cinco días de violencia entre las comunidades negra y blanca, que solo terminó con la intervención de la milicia estatal y tras la muerte de 23 afroamericanos y 15 blancos. Cientos de personas, la mayoría negras, perdieron sus casas.

Fuente: elaboración propia.



Omaha (Nebraska), septiembre de 1919. El cuerpo del afroamericano Will Brown después de ser quemado por una turba de exaltados blancos. Fuente: wikipedia.org


Ciudadanos negros y miembros de la Guardia Nacional en frente del Ogden Cafe durante los disturbios raciales de 1919 en Chicago. Fuente: nbcnews.com


Regocijo de la chavalería blanca tras la expulsión de una familia negra de su hogar. Chicago 1919. Fuente: times.com














Esta situación explosiva se veía acrecentada por el giro conservador de las autoridades y del gobierno del propio presidente Wilson. El poder se veía imbuido de un fuerte temor al sindicalismo y al comunismo (que en Europa se extendía como la pólvora) y a que la población negra fuera atraída hacia las ideas revolucionarias, lo que sin embargo, solo ocurrió de forma muy episódica. En este sentido, el país asistía con recelo a la vuelta de cientos de miles de soldados negros que regresaban desde Europa, y que habían combatido en el ejército americano durante la Primera Guerra Mundial. Hombres que habían luchado por la libertad del Viejo Continente, donde eran considerados libertadores y que ahora volvían a sus míseras casas, la mayoría en el Sur, pobres y sin derechos, para ser tratados como ciudadanos de segunda. Muchos de ellos habían desarrollado un fuerte sentimiento de igualdad y estaban resueltos a no aceptar a su vuelta las humillaciones y desprecios de toda la vida. Esos negros orgullosos y vestidos con sus uniformes, provocaron, además, en los elementos más racistas de la sociedad americana, una abierta reacción de rechazo, considerados como una amenaza para el status quo de las relaciones sociales y raciales del país. Muy aconsejable para entender tal realidad, aunque se ubique décadas después, durante la Segunda Guerra Mundial, es la visión que nos aporta una excelente película, Mudbound, que cuenta la historia de un soldado negro que combatió contra los nazis en Europa y que a la vuelta se reencuentra con la triste vida de su familia, aparceros negros que sufren la miseria y el racismo en un mundo rural donde casi nada había cambiado.

Disturbios raciales de julio 1919 en Chicago. Un veterano negro del ejército se encara con un miembro de la milicia estatal. Fuente: news.chicago.edu

Miembros del 369º Regimiento de Infantería, conocidos como Harlem Hellfighters, que recibieron la Cruz de Guerra del gobierno francés tras la guerra. Fuente: history.com
























Cartel promocional de la película "Mudbound". Fuente: helocalcolumbus.com
En consonancia con lo que hemos comentado, el aumento considerable de la violencia racista en los años posteriores a la Gran Guerra estuvo muy ligado al aumento paralelo de la resistencia de la población negra a la segregación y la violencia ejercida contra su comunidad. Más que nunca antes, los negros se enfrentaron y desafiaron la brutal y despiadada violencia de los blancos recurriendo a la violencia autodefensiva, pero también presionando al Congreso y al senado para que cambiaran la leyes y actuando en los tribunales, con demandas continuas frente a las injusticias que sufrían. El bucle se activó: la creciente reacción violenta de los negros a la brutalidad de los blancos, aumentó el temor de éstos y su recurso a la violencia; pero a la vez, las decenas de disturbios, especialmente intensos en el verano y otoño de 1919, que produjeron cientos de muertos, también provocaron un despertar de la conciencia racial y social de los negros.

Todos estos ingredientes, que definen la época y explican la situación explosiva descrita (violencia racista, injusticia social, creciente resistencia a la opresión, existencia de veteranos negros de guerra, emigración hacia el norte) se ven compendiados en un terrible episodio que nos sirve de ejemplo paradigmático: el caso del linchamiento de Irving y Herman Arthur, hijastros de un aparcero negro llamado Scott Arthur. No por casualidad, el segundo de ellos era veterano de la Primera Guerra Mundial. Ambos fueron quemados vivos en la localidad de París, Texas, el 6 de julio de 1920, delante de miles de personas. Ambos eran aparceros que trabajaban las tierras de unos propietarios blancos, John Hodges y su hijo Will. Cuando éstos les obligaron a trabajar el sábado por la tarde y el domingo para pagar una supuesta deuda, los Arthur se negaron. Ante la actitud violenta y despótica de los Hodges, ante sus intimidaciones y humillaciones, los Arthur se defendieron: cuando los patronos recurrieron a las armas de fuego, los dos jóvenes negros les dispararon. La respuesta no se hizo esperar y una turba de miles de personas los quemó vivos en el recinto ferial del condado de Lamar, en la localidad de París. Lo que quedaba de la familia, ante las amenazas de muerte, tuvo que huir hacia el Norte y se trasladó a Chicago, convirtiéndose sin quererlo en un símbolo de la Gran Migración, que llevó a cientos de miles de afroamericanos de la época hacia las grandes ciudades del Norte.

Scott y Violet Arthur a su llegada a Chicago el 30 de agosto de 1920, dos meses después del linchamiento de sus hijos en París, Texas. La imagen se ha convertido en un símbolo de la Gran Migración. Fuente: chicagotribune.com

















La matanza de Elaine (1919) 

Aunque, como ya hemos comentado, los disturbios y matanzas racistas se extendieron más allá de los estados sureños, alcanzando el Medio Oeste (Omaha) y el Norte (Chicago o Washington), fue en el profundo Sur, en un pequeño pueblo de Arkansas, donde aconteció una de las mayores masacres racistas de la historia de Estados Unidos. Elaine era una pequeña población, apenas 850 habitantes, ubicada junto al río Mississippi, próxima a la frontera con el estado del mismo nombre. Se hallaba, pues, en el corazón más recóndito del Sur, el bajo curso del Mississippi, en una de las zonas de Estados Unidos donde la esclavitud había tenido más implantación y donde más población negra aún residía. Se trataba de un pueblo típico sureño, marcado por la pobreza, la decadencia económica y la creciente despoblación, pero también por la radical segregación de sus habitantes: al sur las viviendas de la población blanca, al norte las de la gente de color, que suponía más de la mitad de los residentes, algo habitual en muchas localidades del entorno. 

Era una zona muy rural, que abrumadoramente vivía de la agricultura y donde las tensiones sociales crecían sin freno: por un lado, la crisis económica que se derivaba de las fuertes transformaciones del sector agrícola y la rápida mecanización; por otro lado, la mayor organización de las comunidades negras, lo que ponía en creciente estado de alerta a los blancos, habitantes de una zona en la que el racismo y la supremacía racial era algo incuestionable. Y es que, incluso en el profundo Sur, la realidad se transformaba con rapidez y los negros empezaban cada vez más a ser conscientes de sus derechos y la necesidad de luchar por ellos, lo que inquietaba cada vez más a sus vecinos blancos, a los que les costaba digerir las nuevas actitudes. En zonas como Elaine, donde la población negra era incluso mayoritaria, el miedo de los blancos ante la creciente movilización de los negros era aún mayor que en otros lugares, se sentían aún más vulnerables y su mayor susceptibilidad los hacía más violentos. 

El gobernador de Arkansas, Charles Brough, se dirige a la multitud después de la masacre de Elaine. Fuente: edition.cnn.com
Afroamericanos tomados prisioneros tras la masacre de Elaine por tropas del ejército estadounidense enviadas desde Camp Pike. Fuente: edition.cnn.com

Tropas federales escoltan a hombres negros detenidos hacia la escuela en Elaine. Fuente: edition.cnn.com
Como en tantos otros lugares del Sur, los negros de Elaine, la mayoría aparceros y jornaleros, sufrían los agravios y abusos de los propietarios blancos. Durante la primavera y el verano de 1919 las quejas de los apareceros y sus demandas de mejores condiciones de trabajo fueron aumentando de tono, lo que les llevó a organizarse a nivel sindical. El 30 de septiembre la situación terminó por explotar, Robert L. Hill, líder sindical negro, reunió a los agricultores de color en una iglesia cercana a la población para organizar la lucha y definir sus exigencias. Para los blancos del condado no había duda de que los negros estaban preparando una revuelta y los viejos fantasmas sureños se reavivaron. Muchos blancos se acercaron al lugar y con la creciente tensión se personó el Sheriff del condado, Charles Pratt, y un guardia del ferrocarril. Los campesinos negros les negaron el paso y la situación se volvió explosiva: tras varios disparos, el guardia cayó muerto. La noticia se extendió con rapidez y el sempiterno terror a una insurrección negra cristalizó en la aparición al día siguiente de una turba de cientos de hombres blancos llegados a Elaine desde los condados cercanos, a los que se unieron medio centenar de soldados enviados por el gobernador de Arkansas para enfrentarse a la supuesta rebelión negra. No hay constancia de la participación de los soldados, pero si de la policía del condado en el linchamiento, persecución y muerte de más de 200 residentes negros, algunas cifras hablan de 237, así como la destrucción y saqueos de sus propiedades. Muchos supervivientes tuvieron que abandonar la localidad, a la que nunca más volverían, mientras sus propiedades eran literalmente robadas por sus vecinos blancos. 

Para las autoridades la violencia fue necesaria, permitiendo el restablecimiento del orden frente a la indiscriminada e injustificable violencia de los negros. A sus ojos, y como había demostrado la historia, solo una implacable lección frenaría la potencial crueldad de los negros y su creciente insolencia. El mejor reflejo de la actitud racista de la autoridad política y policial está en la postura de los tribunales de justicia ante los hechos. El gran jurado del condado de Phillips, donde se hallaba Elaine, tan solo un mes después de los acontecimientos, condenaba a 122 hombres negros a durísimas penas por la violencia desencadenada, 12 de ellos a pena de muerte, mientras los asesinos blancos continuaban con su vida cotidiana como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, aquel juicio produjo un gran escándalo e incredulidad en la comunidad negra, que se movilizó: seis años después, tras largos recursos y procesos judiciales, fueron todos puestos en libertad.

Doce campesinos negros fueron condenados a muerte tras la matanza de Elaine. F.: campusdata.uark.edu










La masacre de Tulsa (1921)

Año y medio después de los terribles acontecimientos de Elaine, entre el 31 de mayo y el 1 de junio de 1921, la situación volvía a repetirse en el vecino estado de Oklahoma, en la ciudad de Tulsa, situada a poco más de 600 kilómetros de distancia. Allí morían cerca de 300 personas, aunque la versión oficial cerró la cifra en 39 muertos, mientras los hospitales se llenaban con cerca de un millar de heridos. 6.000 residentes de raza negra fueron internados en instalaciones de confinamiento durante días. Buena parte del distrito de Greenwood, poblado por gentes de color, quedó arrasado, decenas de manzanas y cientos de locales y casas fueron destruidos. Tras los incendios y saqueos, 10.000 negros perdieron su hogar y cientos de ellos también sus negocios. Muchos de ellos abandonaron su ciudad para siempre.

La fotografía muestra la destrucción del barrio negro de Greenwood. Se acompañan de un texto muy explícito: "Echando a los negros de Tulsa". Fuente: blackpast.org

Vista aérea de la ciudad de Tulsa. Al fondo el barrio negro de Greenwood en llamas. Fuente: scroll.in 

Oklahoma no fue estado de la Unión hasta 1907, antes se configuró como un Territorio Indio, donde fueron asentados muchos pueblos indígenas del sureste del país expulsados de sus tierras. En la segunda mitad del siglo XIX la zona empezó a recibir muchos colonos blancos, pero también de raza negra. Tras la Guerra Civil Americana y la abolición de la esclavitud, muchos negros ya libres, que huían del racismo de los estados cercanos del Sur, emigraron hacia Oklahoma en busca de nuevas oportunidades. Allí las tierras eran baratas y las posibilidades de progresar eran mayores. Llegaron a surgir 50 nuevas localidades solo de población de color, en lo que fue un hecho inédito en la historia de Estados Unidos. Con el tiempo, la población negra empezó a ser relevante en las principales ciudades del estado, como Oklahoma city o Tulsa. Como en tantas ciudades americanas en los años 20, la situación racial resultaba explosiva y la tensión era muy elevada, en el contexto de la marcada segregación residencial de las comunidades blancas y negras. Pero lo llamativo de Tulsa es que la comunidad negra de la ciudad no conformaba un gueto miserable convertido en una reserva de mano de obra barata. Greenwood era un barrio dinámico y pujante, donde se desarrollaba una activa vida económica y comercial y cuyos habitantes gozaban de un nivel de vida bastante más elevado que el de la media de la comunidad negra del país. Conocido como el "Black Wall Street" por su prosperidad, el barrio vivía al margen del resto de la ciudad, pero había sabido crecer por su cuenta: empresarios negros montaban sus negocios y proveedores negros los atendían, soportándose el sistema sobre el consumo de la propia población negra del barrio. Los negros de Tulsa habían sabido prosperar a pesar de la segregación y al margen de la ciudad en la que vivían, su progreso era un desafío a las Leyes de Jim Crow, las leyes segregacionistas que se imponían en muchos estados y limitaban el progreso social de las gentes de color. La prosperidad del barrio ya era en sí mismo una afrenta, al desafiar el mito blanco de la incompetencia y torpeza de los negros, mientras estimulaba la envidia de los blancos, para los que resultaba inaceptable el éxito de los negros. Si a esa situación añadimos los intereses inmobiliarios y ferroviarios que se cernían sobre el barrio, así como el tradicional miedo a la supuesta tendencia de los negros a la violencia y la rebelión, el cóctel estaba servido. 

Tras el saqueo, el llamado Black Wall Street de Tulsa fue pasto de las llamas. Fuente:  tulsaworld.com













En un contexto explosivo como el descrito, cualquier chispazo podía desencadenar una auténtica tormenta de fuego. Y eso ocurrió cuando el 30 de mayo, Dick Rowland, un joven limpiabotas negro, fue a acusado de violentar a Sara Page, una jovencita blanca operadora de elevadores en el edificio Drexler, en cuya parte superior había un baño para negros que Rowland utilizaba. En el ascensor coincidieron los dos y un testigo escuchó un grito de mujer en el ascensor, mientras el negro huía del lugar. Al día siguiente era detenido. Al estilo más "tradicional", una multitud de blancos justicieros se reunió en los exteriores del juzgado donde se encontraba retenido, respondiendo al llamamiento de algunos periódicos, que como el The Tulsa Tribune, denunciaban airadamente la agresión y llamaban a la venganza. Pero las cosas ya no eran como antes y ante los rumores de linchamiento, miembros de la comunidad negra local se acercaron al lugar. Blancos y negros portaban armas. En la noche del día 31 de mayo la tensión desembocó en un tiroteo en el que murieron 12 personas, la mayoría blancas. La venganza no se hizo esperar y la noticia de estas muertes se extendió como la pólvora por toda la ciudad. A partir de la media noche, una turba justiciera de blancos arrasaron Greenwood matando, saqueando e incendiando a su paso y solo al mediodía del día siguiente, el 1 de junio, la Guardia Nacional del estado lograba controlar la situación con la declaración de la ley marcial. Se trató de un escarmiento a gran escala en el que incluso participaron aviones privados, que lanzaron artefactos explosivos.

Más de 30 manzanas de edificios fueron destruidos en el transcurso de los disturbios raciales de Tulsa. Fuente: washingtonpost.com
Tras la destrucción del barrio de Greenwood, una familia afroamericana rebusca entre los restos del que fue su hogar. F.: history.com (Sociedad Histórica de Oklahoma).
Un hombre negro en medio de los restos de su vivienda, tras la masacre de Tulsa. Fuente: tulsaworld.com
Los disturbios racistas de Tulsa produjeron más de mil víctimas, entre muertos y heridos. Pacientes negros en el hospital ARC de Tulsa. Fuente: history.com (Sociedad histórica de Tulsa).
Campos de refugiados para negros en Tulsa. Fuente: history.com




















































La destrucción masiva acabó con el barrio, que nunca se llegó a recuperar del todo: muchos de sus habitantes habían muertos, la mayoría arrojados a fosas comunes, otros habían sido detenidos, gran cantidad de ellos huyeron y jamás volvieron. Ninguno de sus residentes fue resarcido o compensado por los hechos. El barrio nunca volvió a recuperar su pujanza y aunque se reconstruyó en parte, nada volvió a ser igual. Es más, tras ser lentamente restaurado, fue luego arrasado parcialmente décadas después por un paso a desnivel de la autopista y por la puesta en práctica de posteriores proyectos de remodelación urbana. La comunidad negra superviviente nunca recuperó el vigor pasado y hoy comparte los mismos niveles de pobreza que el resto de la población negra del país. Las fotografías de la masacre circularon como postales durante algún tiempo por el país, después los hechos fueron cubiertos con el tamiz del olvido para ser borrados de la memoria durante muchas décadas.

En la década de 1990 algo empezó a cambiar lentamente. Algunos supervivientes intentaron acciones legales, pero los delitos habían prescrito y el proceso no prosperó. En 1996 la Asamblea Legislativa del estado de Oklahoma encargó una investigación sobre la masacre y se creó una comisión para su estudio. Ese año se erigía también un monumento conmemorativo, el Black Wall Street Memorial. Pero fue con la entrada del siglo XXI, cuando los hechos de Tulsa empezaron a salir de la oscuridad definitivamente. La investigación iniciada la década anterior terminó en 2001 con la publicación de un informe oficial que reconocía la contribución activa de las autoridades locales, que estimularon la masacre e incluso armaron a civiles, a los que designaron como sus representantes, reconociendo además su participación en el traslado posterior de la población negra a los centros de reclusión. Se creó, entonces, una comisión de reparación, aprobándose medidas de compensación para los descendientes de las víctimas y la creación de un parque memorial en honor de las víctimas, cuyas obras se iniciaron pronto y que finalmente fue terminado en 2010. Hoy es el John Hope Franklin Reconciliation Park, que conmemora los terribles hechos y reivindica el papel de los afroamericanos en la construcción de Oklahoma, largamente olvidado (John Hope Franklin fue un destacado historiador afroamericano nacido en Oklahoma). Actualmente, además, existe un centro cultural, el Greenwood Cultural Center, que mantiene viva la llama del pasado con exposiciones y actividades culturales. Sin embargo, un tema más espinoso ha resultado ser la búsqueda de las fosas comunes donde fueron enterradas las víctimas y la consiguiente exhumación de sus cadáveres. Las excavaciones, que estaban previstas para el año 2018, se pospusieron finalmente hasta 2020 y la actual pandemia las tiene prácticamente paralizadas.

Erigido en Tulsa, el Black Wall Street Memorial mantiene vivo el recuerdo de las víctimas de la masacre. F.: cnbc.com




A pesar de todo, el conocimiento de la masacre por el gran público ha ido creciendo sin parar en los últimos tiempos, favorecido por las circunstancias actuales. En octubre de 2019 se estrenaba la exitosa serie de televisión de HBO "Wachtmen", que recreaba de forma realista los hechos de Tulsa. El nacimiento del movimiento Black Lives Matter en mayo de 2020, a raíz del brutal asesinato por la policía del afroamericano George Floyd en Minneápolis, ha hecho el resto. La enorme sensibilización de parte de la sociedad americana y la reacción de hartazgo de la comunidad negra ante las continuas vejaciones y el racismo institucional vigente, acercó al americano medio hacia lo más oscuro de su historia, intentando encontrar en el pasado las claves del drama racial que hoy viven.

La serie "Watchmen", estrenada en 2019, reproduce con realismo el saqueo y destrucción de Greenwood. F.: elespanol.com