En 1998, el gran hispanista británico Paul Preston publicaba su obra Las tres Españas del 36, en la que se recogían las biografías de algunos de los más destacados personajes de la época. Pretendía Preston mostrarnos la España en guerra como una realidad mucho más compleja de la que tradicionalmente había sido encorsetada bajo el tópico del país fracturado en dos bandos irreconciliables y extremos. No debemos olvidar, que durante décadas, la Guerra Civil había sido un campo abonado para los tópicos, convertida en un arma arrojadiza en manos de distintos sectores políticos e intelectuales, que llenos de prejuicios ideológicos, han querido estirar los hechos en mayor o menor medida, deformándolos en su beneficio. Casi desde un principio, los baluartes ideológicos de los vencedores y los adalides de los vencidos, generaron sus propios mitos, puestos al servicio no de la verdad, sino de una historia deformada que se ajustara a su propia visión de las cosas. En las últimas décadas, algunos de los defensores de la existencia de la Tercera España han seguido también la misma senda, acercándose a la realidad a partir de los estereotipos y generando sus propios mitos.
Los mitos de los vencidos
Francisco Largo Caballero en 1927. F.: elmundo.es |
En consonancia con esta idea, desde estos ámbitos de opinión es frecuente minusvalorar o silenciar la violencia revolucionaria ejercida en el bando republicano, lo que convertía automáticamente al bando rebelde en el gran protagonista de la represión, que monopolizaría así los paseos de prisioneros o las cunetas llenas de cadáveres. Se olvida con demasiada frecuencia la intensa violencia ejercida contra el clero y la enorme pérdida del patrimonio artístico y cultural ligado a la Iglesia, así como la acción represiva de las milicias o la impune brutalidad desplegada por las checas en ciudades como Madrid o Barcelona. Para esta corriente de opinión, testimonios como los mostrados por el periodista republicano Chaves Nogales en algunos de los relatos que forman parte de A sangre y fuego, resultan un bautizo de realidad casi apabullante y desde luego ciertamente molesto, al mostrar de forma descarnada y desde una postura nada reaccionaria, la extrema violencia ejercida por algunos grupos en la retaguardia republicana. Esto explicaría que su obra quedara en el olvido tras la guerra, molesta para unos y otros, y que sobre su figura se cerniera una densa cubierta de desmemoria.
Como complemento a la perspectiva tendenciosa que hemos esbozado, en ciertos sectores de la izquierda política e intelectual se instaló la idea gratuita de que el golpe de estado de julio de 1936 había representado el levantamiento de buena parte del ejército, convertido en brazo ejecutor de los intereses de las élites económicas, contra el pueblo español. Se identificaba así al pueblo con la clase trabajadora no propietaria (obreros, mineros, jornaleros, etc.), entre la que evidentemente la izquierda política, reformista o revolucionaria, tenía unos apoyos sociales masivos. De esta manera, se obviaba la verdadera realidad social de España, pues los rebeldes contaban con amplios respaldos sociales a lo largo y ancho del país, resultando mayoritarios en determinadas regiones y entre determinados grupos sociales, y no solo entre las clases altas y acomodadas. El paradigma de tales apoyos los encontraríamos en el mundo rural de Galicia, Navarra o Castilla la vieja, un universo tradicional y arcaico, definido por el predominio de la pequeña propiedad campesina. Tal realidad se evidenció en las elecciones de febrero de 1936, que aunque marcadas por la victoria rotunda del Frente Popular en escaños, también dejaron claro el patente equilibrio de fuerzas entre la derecha y la izquierda en lo respectivo al número de votos. Hay algo indiscutible: sin el apoyo de amplios sectores populares, jamás las candidaturas de la derecha hubieran alcanzado el respaldo electoral que obtuvieron en las elecciones de 1936.
Unos trabajadores festejan la victoria del Frente Popular en las elecciones de 1936. Fuente: elpaís.com |
La fuerte proyección e implantación que en el conjunto de la sociedad y en amplios sectores del mundo cultural e intelectual, han tenido algunos de estos mitos nos lleva a dudar de que el viejo tópico de "la historia siempre la escriben los vencedores" se pueda aplicar a la Guerra Civil Española. El gran historiador británico de la guerra, Anthony Beevor, autor de La Guerra Civil Española, y de algunos de los mejores títulos sobre la II Guerra Mundial (Stalingrado o Berlín 1939-45), considera que nuestra guerra es una rara y fascinante excepción, una de las pocas guerras en las que los que perdieron contaron la historia de manera más eficaz. En muchos aspectos, los vencidos tuvieron más éxito que los vencedores a la hora de convertir su relato en el dominante. Con acierto, Beevor señala múltiples razones: por un lado la intensa actividad de corresponsales e intelectuales extranjeros en la zona republicana durante la Guerra Civil, por otro lado, la vinculación clara de Franco con las potencias fascistas derrotadas en la II Guerra Mundial, así como la brutal represión ejercida por el franquismo tras la guerra y su tajante negativa a cualquier proceso de reconciliación posterior, todo lo que terminó alejando a los sectores liberales y democráticos del relato franquista del conflicto.
Los mitos de los vencedores
Los vencedores tuvieron cuarenta años de dictadura para edificar y consolidar toda una arquitectura mitológica sobre la guerra. De hecho, todavía hoy, los mitos históricos dominantes en amplios sectores de la derecha española siguen enraizados en la historiografía franquista y han encontrado una enorme repercusión gracias a la obra de "revisionistas" como Pío Moa, que en realidad no han hecho más que reformular los viejos mitos de la dictadura. En las últimas décadas, y hartos del que ven como un intolerable revanchismo de la izquierda política, amplios sectores sociales próximos a la derecha y la ultraderecha han demandado una historia hecha a la medida de sus certezas. Sin complejos de ningún tipo, un ejército de publicistas liderados por Pío Moa la ha elaborado y expuesto con sobrada maestría. Después de 40 años de dictadura ejerciendo el papel de "buenos", eran muchos los que empezaban a revolverse ante la posibilidad creciente de terminar siendo los "malos", y la obra de Moa les ha venido como anillo al dedo, como un salvavidas en la zozobra de la tempestad. No nos debe extrañar, por tanto, que Pío Moa alcanzara en 1999 el estrellato editorial con su primer gran éxito, Los orígenes de la Guerra Civil, y que desde ese momento cada uno de sus libros se convirtiera en un superventas, incluido su mediático Los mitos de la Guerra Civil. En sus obras, Pío Moa ha desmontado sin miramientos buena parte de los enormes avances realizados por una potente historiografía, conformada a partir de autores extranjeros y españoles, que ya desde la época de la dictadura, pero sobre todo a partir de la transición, habían desplegado un enorme trabajo histórico sobre la Guerra Civil. Como el "populismo" en política, su propagandística ofrecía al lector aquello que quería leer, le brindaba una historia a la carta, ajustada a sus prejuicios y exigencias ideológicas, optando necesariamente por simplificar al extremo lo que era una realidad muy compleja.
Esta visión neofranquista está plagada de mitos. Se sobredimensiona hasta el esperpento la barbarie revolucionaria vivida en la retaguardia republicana, así como el papel represivo de las checas, mientras se minimiza la represión franquista, convertida, desde una óptica justificadora, en una respuesta a la inicial violencia ejercida desde el bando republicano. Se olvida con descaro que es el golpe de estado de 1936 el que da comienzo a la guerra, y que como es obvio, un golpe de estado militar es intrínsecamente un acto de violencia en sí mismo. Y es que el principio rector de esta mitología es que la guerra resultaba ya inevitable y que había comenzado en 1934, a raíz de los acontecimientos que desembocaron en la revolución de Asturias y la rebelión de la Generalitat, lo que convertía a la izquierda automáticamente en "culpable", situando su supuesto sectarismo en el origen del conflicto. Semejante afirmación, es más que discutible, por mucho que la violencia de la revolución de Asturias y la brutal represión posterior desencadenara un profundo proceso de polarización política y social. Sobre dicha lógica, el origen de la guerra podría ubicarse antes, pues el país ya se hallaba en un marcado proceso de polarización social y política a raíz de la paralización de las reformas del primer bienio tras la llegada del centro-derecha al poder (el ejemplo más paradigmático serían las enormes tensiones sociales que se vivían en el sur latifundista). Y si hablamos del cuestionamiento del orden político vigente, este no sufrió su primer intento de alteración con la revolución de Asturias, sino con el golpe de estado de Sanjurjo de 1932. Al final, toda esta lógica pervertida y justificadora del golpe militar, nos podría llevar a encontrar el origen de la guerra en la Constitución de 1931, con su supuesto carácter “sectario” y la violencia anticlerical de mayo de 1931, o en el propio nacimiento de la República, que algunos sectores llegan a deslegitimar como un proceso insurreccional no democrático.
En un intento más de invalidar el régimen republicano y negar el carácter democrático de la izquierda política, la corriente neofranquista actual ha centrado sus esfuerzos en el cuestionamiento de la victoria electoral de la izquierda en las elecciones de febrero de 1936. La lógica es aplastante: si existió fraude electoral, la legitimidad del golpe de estado posterior quedaría fuera de toda duda. Si en 1938 Serrano Suñer llegó a montar una comisión de juristas que denunció la manipulación electoral de la izquierda en las elecciones de 1936, en las últimas décadas han sido muchos autores los que han recogido su testigo. Muchos creyeron que la verdad de los hechos se zanjaba definitivamente con la estudio de Manuel Álvarez y Roberto Villa 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular. Un trabajo elaborado y serio, sobre todo en lo relativo a las fuentes, realizado por autores ajenos a la publicista neofranquista, aunque no carentes de evidente sesgo (obsérvese los términos "elecciones del Frente Popular"), que la derecha mediática e historiográfica de este país no dudo en convertir en una sentencia final. El mito se convertía en una realidad inapelable a la luz de los datos. Sin embargo, la realidad vuelve a revolverse contra los deseos y la ficción: que hubo fraude y violencia es innegable, que ese fraude no fue un pucherazo generalizado lo reconocen hasta los propios autores del libro. Y si algo evidencia la obra es la incapacidad de sus autores para demostrar que de dicho fraude se pueda derivar un supuesto vuelco electoral a favor del Frente Popular. Al contrario de lo que afirma César Vidal, gran baluarte del neofranquismo, la victoria del Frente Popular no fue una combinación de violencia y fraude, aunque ambos existieran y permitieran una victoria más abultada de la coalición de izquierdas de la que realmente hubo. Las elecciones fueron esencialmente democráticas para los canones del periodo entreguerras y no existió un pucherazo generalizado que permitiera blanquear el golpe de estado posterior. Si la derecha perdió las elecciones fue por la enorme movilización de la clase obrera y por su división política en distintas candidaturas.
Estamos, pues, ante un reduccionismo tendencioso que impone una imagen esencialmente revolucionaria del bando republicano, obviando las bases democráticas de la victoria electoral del Frente Popular y desde luego la pervivencia, aunque con enorme fragilidad, del régimen democrático republicano hasta el fin de la guerra. Se omite con premeditación la lealtad de amplios sectores reformistas republicanos y socialistas moderados a dicho régimen, aún a pesar del proceso revolucionario vivido en su interior una vez iniciado el conflicto militar. Olvidando la compleja realidad política del PSOE y la diversidad de sensibilidades que en él convivían, se focaliza interesadamente la atención en la figura de Largo Caballero y su deriva revolucionaria a lo largo de la II República, pues resulta una pieza fundamental para argumentar el supuesto proceso revolucionario en ciernes ya antes incluso de 1934 y contra el que el golpe de estado resultaría ser el único muro de contención. En la medida de lo posible, la retórica de agitador del líder socialista es descontextualizada, mientras se pasa por alto las crecientes tendencias golpistas de la derecha monárquica de Calvo Sotelo o la clara evolución de la CEDA de Gil Robles hacia posturas autoritarias. La idea central debía quedar clara: el golpe de estado fue inevitable y necesario ante el proceso revolucionario que se iba a imponer en España. César Vidal lo resume con su habitual tremendismo: "la Guerra Civil pudo haberse evitado incluso después del pucherazo si el Frente Popular no hubiera decidido ir, en palabras del socialista Largo Caballero, hacia la dictadura el proletariado" (actuall.com, 15/03/2017).
Desde los postulados de esta perspectiva deformada, que retrotrae la guerra al 1934, hasta cobraría sentido esa aberración judicial que se pudo vivir en la España franquista durante el conflicto y en la posguerra, esa especie de "justicia al revés" ejercida por la dictadura, cuya jurisdicción militar y jurisdicciones especiales recurrieron a tipos delictivos relativos al delito de rebelión para condenar a sus víctimas (adhesión a la rebelión o auxilio a la rebelión). Se materializaba así el mayor de los absurdos, los verdaderos rebeldes castigaban por delito de rebelión a quienes habían permanecido fieles y habían defendido al legítimo gobierno.
La derecha neofranquista, presa de cierta desesperación, muestra una auténtica obsesión por ganar la batalla del relato, es como si las archiconocidas palabras lanzadas por Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, "Vencer no es convencer", atronaran día tras día en su subconsciente. La victoria militar de sus ancestros no fue suficiente, necesitan "convencer" a toda costa y se han puesto a ello con verdadero ahínco. Sin embargo, la determinación en la defensa de algo, no lo convierte de forma mágica en verdad, y los mitos de los vencedores se estrellan una y otra vez contra el muro de los acontecimientos. A pesar de la creciente polarización social y política en que se vio inmersa la II República, no debemos olvidar que la guerra comienza en 1936 con el golpe de estado y no antes. Tampoco debemos olvidar que las claves de dicho golpe se encuentran en la evolución de los acontecimientos de los meses anteriores, desde principios de 1936, con la victoria del Frente Popular en unas elecciones libres y democráticas, aunque celebradas en un ambiente de máxima tensión y elevada violencia. La verdad era que el gobierno surgido de esas elecciones y sostenido en el parlamento por el Frente Popular, era reformista y no revolucionario, que puso en marcha una intensa política que nunca se apartó de la senda reformista, que el movimiento anarquista volvió muy pronto a la senda insurreccional y que el largo-caballerismo no formó parte en ningún momento de dicho gobierno. La guerra nunca fue algo inevitable, fue producto de una acción decidida y estudiada, que se produjo ante un gobierno legal y legítimo que había ganado las elecciones en las urnas y que no estaba en manos de sectores revolucionarios. Esa es la realidad y no otra.
Los mitos de la Tercera España
Manuel Chaves Nogales. Fuente: elpaís.com |
Algunos de estos adalides de la Tercera España, obsesionados con posicionarse entre ambos bandos, describen la realidad desde una equidistancia forzada y no dudan en deformarla y estirarla si con ello consiguen situarse en la ansiada posición intermedia. Traicionan la objetividad que reivindican, al no entenderla como la falta de prejuicios y la preocupación por un análisis riguroso y neutral, sino como la homologación estricta de los dos bandos, labor que convierten en su meta final. Se empecinan en repartir "culpas" por igual, como si de eso se tratara, en lo que es un esfuerzo simplificador que implica no reconocer la existencia durante la guerra de dos regímenes de naturaleza diferente y opuesta, una dictadura militar caudillista, que inicialmente tomó un perfil fascista, y un régimen liberal democrático, que aunque frágil, pervivió hasta 1939; y en coherencia, reconocer también, que la violencia ejercida fue de naturaleza diferente, porque ambos marcos políticos no podían generar ni amparar los mismos procesos represivos. Presos de sus propios prejuicios, desprecian las diferencias políticas internas de los dos bandos en guerra y simplifican al extremo la realidad al definirlos con homogeneidad, lo que resulta especialmente chirriante cuando obvian la marcada complejidad interna del bando republicano, en el que convivían sectores insurreccionales y revolucionarios con otros liberales y democráticos. Ese reduccionismo simplificador les permite definir los dos "bandos extremistas" como realidades consistentes, para así poder definir su propia opción. Si cada uno de los viejos bandos en conflicto acusa al contrario, ellos acusan a los dos por igual.
Las obras de Riera o Trapiello son una referencia para los defensores de la Tercera España. |
Es en este mismo sentido, en el que algunos intelectuales se atreven a edificar la idea de una Tercera España, definida como inmaculada y democrática, diferenciada de las otras dos Españas, violentas y autoritarias, a partir de lo que era un cajón de sastre en el que cabría lo más variopinto: los sectores políticos reformistas de derecha e izquierda, los sectores del centro político republicano, los decepcionados y desengañados de uno y otro banco (aquí estaría, por ejemplo, Chaves Nogales), los abstencionistas, los apolíticos por convicción y los apolíticos por ignorancia, los apáticos y los indolentes, etc. Concebir a esa amalgama como una "mayoría silenciosa" o "silenciada" es cuando menos arriesgado, y en realidad, resulta tan tópico como absurdo. Y me pregunto, según estos "terceroespañolistas", ¿Qué era mi abuelo? Jornalero sin estudios, pero un hombre sabio, nada ignorante, interesado por la política y lector de prensa, persona de izquierdas, de mentalidad anticapitalista, creía sin tapujos en una sociedad comunista, aunque no militaba y no se adscribía a ningún partido. Preocupado por la justicia social, despreciaba la desigualdad brutal del campo extremeño en que vivía. Sin embargo, desdeñaba el radicalismo revolucionario en las formas, rechazaba las actitudes insurgentes del largo-caballerismo, que tanta implantación social tenía en su comarca (el área de Brozas, Arroyo de la Luz y Malpartida de Cáceres). Cuando estalla el conflicto civil no es represaliado aunque si "vigilado" y es incorporado en leva al ejército franquista, en el que participó en la guerra. Tras ésta, él y su familia experimentaron la opresión y la miseria que se cernió sobre el campo jornalero del suroeste español. Ni mi padre, ni mi abuelo se sintieron nunca parte de ninguna Tercera España, eran tan pobres como conscientes de su situación, se sintieron siempre como vencidos. En definitiva, definir dos bloques homogéneos de extremistas es tan maniqueo como introducir otro intermedio, el de la "gente normal" que se vio arrastrada hacia la guerra, y además, atreverse sin tapujos a otorgarle un carácter mayoritario. Una vez más, se simplifica la realidad para ajustarla mejor a los prejuicios previos.
Cartel de propaganda del Ejército Blanco en la Guerra Civil Rusa. F.: app.emaze.com |
En busca de nuevos ejemplos, podríamos saltar un siglo en el tiempo, centrando nuestra atención en la que es la gran guerra civil del siglo XXI, la de Siria. Convergen en ella cuatro dimensiones, la política, la socieconómica, la religiosa y la étnica. La guerra nace como una revuelta popular frente a la dictadura de Bashar al-Asad, con exigencias de democracia y de mejoras sociales con las que hacer frente a la crisis económica. Lo que parecía una lucha entre dictadura y democracia, se torna pronto en una pugna entre el laicismo (el de al-Asad es un régimen laico) y el fundamentalismo islámico, cuando los supuestos sectores democráticos se desvanecen ante la irrupción del islamismo radical que canaliza la revolución popular, lo que queda evidenciado en la irrupción y expansión del Estado Islámico en el este del país. Pronto la lucha cobra una nueva dimensión, la eterna rivalidad interna del Islam: la lucha entre chiísmo y sunnismo encuentra en Siria un nuevo escenario, pues al-Asad representa a la minoría chií frente a los grupos yihadistas, de confesión sunní. El conflicto religioso se complica cuando la minoría drusa y cristiana se vuelcan en apoyo del régimen, ante la política de exterminio de las otras confesiones religiosas puesta en marcha por los islamistas radicales. Por si fuera poco, la situación se complica con la minoría étnica turcomana del norte, opuesta al régimen de Damasco, y la irrupción de los kurdos como gran fuerza militar, cuyas tendencias centrífugas los convertirá en opositores al régimen, a la vez que en el gran baluarte frente a la barbarie del Estado Islámico. Dentro de la minoría drusa no han faltado las disensiones internas, mientras los grupos fundamentalistas sunníes han rivalizado con frecuencia entre sí. Para más complejidad, las grandes potencias mundiales como Rusia o Estados Unidos, y las regionales como Turquía, Arabia Saudí o Irán, se han volcado en la guerra, siempre en defensa de sus intereses estratégicos. Y en medio, millones de personas que han buscado amparo en el extranjero para salvar la vida. ¿Existen dos Sirias enfrentadas? ¿Conformarían los millones de desplazados internos y los millones de refugiados en el exterior una Tercera Siria? Después de lo que hemos comentado, la respuesta a las dos preguntas es obvia: no. Como también es obvio el hecho de que el conflicto sirio es demasiado complejo, que no encaja bien en esquemas simplistas, ni se somete con facilidad a los tópicos.
Refugiados sirios se agolpaban ante la frontera de Turquía huyendo de los combates (2016). Fuente: elespanol.com |
Lejos de los mitos
Lejos de todos los mitos, de los de unos y otros, y también de los de aquellos que se sitúan entre ambos, están buena parte de los historiadores con oficio, con tendencias ideológicas diversas y a veces enfrentadas, pero alejados de juicios maniqueos. Solo son fieles a su trabajo. Para ellos, una guerra civil como la española es siempre una batalla compleja y múltiple y no se somete con facilidad a esquemas simples. Lo resume bien Santos Juliá en su Un siglo de España. Política y sociedad al señalar que "Lo que ocurrió fue desde luego una lucha de clases por las armas, en la que alguien podía morir por cubrirse la cabeza con un sombrero o calzarse con alpargatas los pies, pero no fue en menor medida guerra de religión, de nacionalismos enfrentados, guerra entre dictadura militar y democracia republicana, entre revolución y contrarrevolución, entre fascismo y comunismo".Alejado de la percepción simplista de las tres Españas de la que alardean Trapiello o Riera, el historiador Enrique Moradiellos refiere la existencia de tres proyectos políticos bien definidos que, en su obra 1936. Los mitos de la guerra civil, concibe como tres proyectos de reestructuración del estado y de las relaciones sociales, tres opciones ideológicas definidas por las "tres Erres" políticas que definieron el periodo entreguerras, tanto en España como en Europa: Reforma, Reacción y Revolución. Para Moradiellos, la España de la época no estaba marcada por una lucha dual, sino por una pugna triangular que se evidenció con fuerza durante el primer bienio reformista de la II República, cuando el gobierno reformista de Azaña sufrió un duro desgaste que tuvo que ver “con el renovado fuego cruzado que supuso la intensificación de la tenaza creada por el insurreccionalismo anarquista y por la resistencia parlamentaria conservadora y reaccionaria". Siguiendo a Moradiellos, durante el bienio de derechas, el reformismo democrático se fue acercando a un dilema crucial que lo fracturó, aquellos en los que predominaba el temor a la reacción frente al miedo a la revolución continuaron su cooperación con el socialismo, aquellos que tenían más miedo a la revolución que temor a la reacción se acercaron a la CEDA y la derecha política. Pero esas fracturas también afectaron a los extremos, de forma que el PNV se aproximó a los sectores reformistas republicanos y terminó abandonando su alianza con el tradicionalismo carlista, mientras el comunismo próximo a Unión Soviética (P.C.E.) optaba por la cooperación con los sectores reformistas, lo que se evidenció a través de su participación en el Frente Popular y más tarde, durante el conflicto civil, en los gobiernos republicanos, mientras rechazaba abiertamente priorizar la revolución frente a la acción militar.
Los carteles nos muestran los tres proyectos ideológicos que se desarrollaron durante la II República y que entraron en conflicto durante la Guerra Civil: Revolución, Reforma y Reacción. |
De lo que no hay duda, mal que les pese a los adalides de la Tercera España, y por supuesto, a los de la España franquista, es que amplios sectores reformistas y democráticos formaron parte del Frente Popular, cuya base siguió siendo, como en el caso del gobierno del primer bienio republicano, su alianza con los sectores moderados del PSOE. Es incuestionable que en el Frente Popular estaban el largo-caballerismo y los comunistas, pero también lo es que la mayoría de sus diputados, tras las elecciones de 1936, pertenecían a opciones reformistas y no revolucionarias, que su programa político era reformista y no revolucionario y que el proceso revolucionario que se desarrolló, comenzó una vez iniciada la guerra y no antes. También es irrefutable que la República en guerra nunca dejó de ser un estado liberal y democrático. Aunque el peso creciente durante la guerra de las fuerzas revolucionarias fue llevando a los sectores reformistas a una posición cada vez menos relevante, los republicanos de izquierda nunca dejaron de estar presentes en los gobiernos de la República en guerra, tanto durante la etapa de Largo Caballero como en la de Negrín. Y es que, mientras la opción reformista más conservadora se diluyó tras el golpe de estado, no lo hizo la progresista, que mantuvo su proyecto reformista y democrático vivo en el régimen republicano. En palabras de Anthony Beevor (entrevista en El País de septiembre de 2005): "Dentro de la República convivían posturas, ideas y objetivos muy diferentes. En el bando nacional, todos eran conservadores, todos eran centralistas, todos eran autoritarios. Entre los otros, en cambio, había centralistas y autonomistas, partidarios de un estado fuerte y partidarios de que no hubiera Estado, había moderados y extremistas...Convivían posturas distintas que tenían ideas diferentes de la guerra".
Terminamos con una certera sentencia de Enrique Moradiellos (entrevista en el Confidencial de julio de 2016). En muy pocas palabras, el historiador asturiano ha sido capaz de resumir con precisión la complejidad extrema de la Guerra Civil, truncando el tradicional dualismo maniqueo, pero también el simplón "terceraespañolismo" que algunos autores han construido sobre bases muy débiles:
“En resumen: la guerra empezó en julio de 1936 por un golpe militar reaccionario parcialmente fallido en la mitad del país y se convirtió en una prueba de fuerza de reaccionarios contra una combinación inestable y precaria de reformistas y revolucionarios. Esa es la triste y compleja verdad de los hechos.”
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