Oí hablar por primera vez de Chaves Nogales hace muy poco tiempo. Debería haber escuchado su nombre mucho antes, quizás como historiador era mi obligación. Con cierta vergüenza, he de reconocer que fue hace tan solo dos años cuando llegó a mis oídos su figura y su obra. Periodista de oficio y vocación, su trayectoria profesional se desarrolló en los años de 1920 y 1930. Era un reportero de los ahora en el entonces, pateaba las calles, viajaba sin descanso, realizaba reportajes y escribía libros, fue corresponsal en París y director del periódico Ahora, republicano y moderado. La guerra lo sorprendió en el extranjero, pero su compromiso con la República le hizo volver a Madrid, ciudad que terminó abandonando cuando el gobierno republicano se trasladó a Valencia. Viajó entonces a Barcelona y de ahí tomó el camino del exilio, asentándose en París, donde escribió los relatos cortos que conforman una de sus obras hoy más valoradas, A sangre y fuego. Pero la guerra y el exilio se cebaron con él, viéndose sumergido en el más cruel de los olvidos y tan solo su biografía del torero Juan Belmonte pudo leerse y publicarse con normalidad en la España de la posguerra. El franquismo lo aborreció como parte de la España vencida, mientras los vencidos olvidaron por mucho tiempo su obra, que resultaba demasiado incómoda, demasiado crítica.
Chaves en la sala de linotipias de El Heraldo, periódico del que fue redactor jefe. Fuente: archivo de María Isabel Cintas. |
Chaves Nogales con soldados estadounidenses en 1942. Fuente: ctxt.es |
En los últimos años, las tornas parecen haber cambiado de forma tan drástica como repentina. El estigma del olvido que durante décadas pesó sobre Chaves Nogales ha desaparecido, su figura ha emergido hoy como un manantial repentino que de forma recurrente brota en los medios de comunicación a través de documentales televisivos o programas de radio, mientras tertulianos de toda índole y condición se suman al ejército de intelectuales que enarbolan su causa. Su obra es comentada en la prensa y es motivo de conferencias y homenajes, proliferan los congresos donde se desmenuza su trayectoria vital y su biografía. Hace un par de años nadie lo conocía, ahora cometes el supremo pecado de la ignorancia si no has leído sus libros. No es para menos, el autor de A sangre y fuego se ha convertido en el icono de la llamada Tercera España, el referente de aquellos que insatisfechos por la supuesta y creciente "ideologización" del pasado, se obstinan en superar el enfrentamiento entre izquierda y derecha que llevó a la violencia de la Guerra Civil Española. Él mismo se adscribe a esa Tercera España en el prólogo de A sangre y fuego, lo mejor de su obra, sin duda, donde se autodefine como un "pequeñoburgués liberal", un hombre independiente que no asume el antagonismo creciente que se va apoderando de la vieja Europa y de España, la lucha fratricida entre la revolución y el fascismo: "Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partiera España". Y continúa Chaves con una frase absolutamente demoledora, "...puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros".
Andrés Trapiello, el autor de Las armas y las letras, gran adalid de la Tercera España y uno de los artífices de la salida del ostracismo de Chaves, llega a afirmar en El País que A sangre y fuego "era el eslabón perdido de algo que habíamos estado buscando a ciegas durante años". Y las alusiones al autor se multiplican: el director de cine Julio Amenábar lo utiliza de forma recurrente para ensalzar la Tercera España, a la que alude cuando se refiere a su excelente película Mientras dure la guerra. Unamuno, su protagonista, pertenecería, según el director de cine, a ese mismo grupo intermedio que naufragó envuelto en las dos aguas de la violencia civil. Pérez Reverte, el "insigne" escritor, lo ha tomado por bandera, y como casi todo lo que él hace, de forma realmente "cansina". A pesar de todo, he de reconocer que fueron unas palabras del autor de Alatriste las que me condujeron hacia Chaves Nogales. No suelo tener en estima alguna a Arturo Pérez Reverte, dedicado de por vida a quitar medallas con presuntuosa y aparente indiferencia a políticos, intelectuales y escritores, concentrado en perdonar la vida a cuanto le rodea. No puedo, sin embargo, negar que es un hombre leído y cuando en un documental de TVE ensalzó con pasión a Chaves Nogales y su legado, me sentí irreversiblemente atraído hacia el personaje y su obra: Reverte se refería a su libro A sangre y fuego como un fogonazo maravilloso, como un descubrimiento inesperado, como un tesoro olvidado que aparece deslumbrante tras mucho rastrear; para el académico estábamos ante un impresionante testimonio literario, olvidado por todos, incómodo para unos y otros, para la izquierda y la derecha, para los dos viejos bandos que se batieron en la guerra.
Mis expectativas se dispararon, me atrae la buena literatura y me gustan también los "tonos grises", nunca he digerido bien los mundos fácilmente compartimentados, divididos con simpleza entre lo negro y lo blanco, sin matices ni aristas, sencillamente porque no son reales ni creíbles. Lejos de la exaltación ramplona del bando republicano, quería acercarme a la perspectiva del que padece, de todos los que padecen y, como bien decía el escritor Antonio Muñoz Molina, "Chaves es un hombre justo que no se casa con nadie porque su compasión y su solidaridad están del lado de las personas que sufren". Hace años había leído Los girasoles ciegos, aquellos relatos sombríos de la represión en la inmediata posguerra que me encandilaron; ahora me imaginaba encontrarme ante algo similar, pero enmarcado en pleno conflicto bélico y con la promesa de conocer de primera mano también la represión ejercida en el bando republicano, y de hacerlo además desde la visión de un hombre leal a la democracia y a la República, de alguien que estaba allí y veía con ojos críticos lo que le rodeaba. Esperanzado y ávido de historias intensas que me permitieran conocer mejor la brutal contienda que desgarró este país, recordaba vagamente la maravillosa literatura que marcó mi juventud, los relatos de Sholojov y Babel sobre la Guerra Civil Rusa, que rememoraba muy difusos, pues no los había vuelto a leer desde hacía décadas. Sus relatos quedaron encumbrados para siempre en mis altares de la mejor literatura. ¿Me encontraba ante una exquisitez similar? Tenía la completa seguridad de que sí.
De inmediato adquirí A sangre y fuego, daba por hecho que estaba ante algo realmente bueno y como todos los libros que merecen la pena, lo quería en propiedad para darle un lugar privilegiado en las estanterías de mi biblioteca. Sin esperar a leerlo, estuve tentado de hacerme con otros escritos del autor, dando por hecho que estaba ante un gran narrador. Hoy me alegro de haber esperado.
Si algo se deduce de la lectura de A sangre y fuego es que Chaves es un hombre íntegro, honesto a todos los niveles, crítico e independiente, tolerante y reposado, un hombre culto y formado, estamos sin duda ante uno de los grandes periodistas españoles de su época, pero no ante un gran escritor. En A sangre y fuego se dicen muchas cosas, la mayoría de las cuáles no estamos acostumbrados a leer o escuchar, se narran hechos impactantes y de forma tan lacerante como sincera. Sin embargo, el autor carece en buena parte de sus relatos de la calidad literaria de un gran narrador y por ello, las maravillosas historias narradas pierden parte de la emotividad; los personajes, incluso aquellos con los que empatiza, no adquieren la intensidad y profundidad que merecen, nada que ver con las cualidades narrativas y descriptivas de Sholojov o Babel, cuyos protagonistas están llenos de vida y rezuman sentimientos.
Es posible que fueran demasiadas las expectativas por mi creadas y que todo ello influyera en mi percepción de lo leído, pero nada más comenzar la lectura me sorprendí y pronto mi sorpresa se tornó decepción, una decepción que fue aumentando desde la primera narración hasta alcanzar su culminación en los relatos La columna de Hierro y El tesoro de Briviesca, momento en el que estuve a punto de abandonar la lectura. Entonces la decepción se convirtió en enfado, el fastidio que uno siente cuando un excelente guión cae en manos de un director del montón y la consecuencia es una película más. El enojo se tornó confusión y me dirigí a mi biblioteca, aquello no tenía nada que ver con los recuerdos de mi juventud, nada que ver con las lecturas apasionadas de los cuentos de Sholojov o Babel. ¿O es que había idealizado aquellas lecturas? Rebusqué entonces en mis estanterías en busca de Los cuentos del Don y La caballería roja, leí el primer cuento de Sholojov, El lunar, después El paso del Zbruch de Babel. No eran imaginaciones mías, no eran simples expectativas excesivas, ni el producto de una percepción deformada, sencillamente no había parangón.
Soy un ávido lector, cuando mi vida laboral y familiar me deja, pero me reconozco a mi mismo como un inexperto en literatura. Sobre todo entiendo de historia, quizás por eso la realidad que narra el autor no me asombra de igual manera que al común de los lectores, y desde luego, no me impresiona hasta el punto de encubrir las debilidades narrativas del autor. Su inmaculada equidistancia, tan impactante como inédita en la época, no es suficiente para enmascarar una prosa por tramos vulgar. De ahí mi estupefacción ante las criticas que leo sobre el libro: todas sin excepción ensalzan la obra, remarcan su prosa sencilla, directa y limpia, algunos llegan a hablar de ¡un clásico de la literatura española del XX! Es como si hicieran referencia a otra obra. Tengo por costumbre no mirarme el ombligo: cuando todo el mundo va en la dirección opuesta, uno debe cuestionarse si está equivocado. Así que decidí releer el libro e hice todos los esfuerzos posibles por cambiar mi opinión. Sin embargo, no lo conseguí, todo lo contrario, mi percepción previa se vio reforzada. No me ha quedado más remedio que mantenerme en mis treces, aún asumiendo el carácter muy personal de mi perspectiva.
Casi desde un principio, me vi a mi mismo embarcado en la lectura de una obra de literatura juvenil, aunque con temática de adulto, como cuando me enfrento a los libros de narrativa que en el departamento de Historia seleccionamos como lecturas obligatorias para nuestros alumnos de la ESO. Con demasiada frecuencia a lo largo de la obra, nos encontramos con una literatura ligera, demasiado sencilla, cuando no abiertamente simple. Se narra de manera poco compleja, buscando conceptos claros que el lector comprenda sin dificultad. Predomina la narración rápida y muy lineal, con un autor obstinado penosamente en contar muchos hechos en poco tiempo, en narrarlos a veces con una ingenuidad casi infantil, en lo que en ocasiones se torna una escritura fácil, especialmente escrita para lectores inexpertos. Narraciones en las que se dan demasiadas explicaciones de casi todo, donde muy poco se deja al abrigo de la imaginación del lector, que tiene así poco trabajo que hacer. Personajes en los que no da tiempo a profundizar, cuyas relaciones no adquieren intensidad, con diálogos previsibles y fáciles. En contraste, el mejor Chaves aparece cuando no se obceca en contarlo todo, como si de un niño pequeño se tratara, cuando se para a reflexionar, cuando frena la sucesión tan lineal como vertiginosa de los múltiples hechos, cuando describe, analiza, detalla, examina, compara o sencillamente se expresa, cuando se abandona a la reflexión y crítica de cuanto le rodea. Por eso los dos últimos cuentos son a mi juicio los mejores. Son más cortos, en ellos hay poco que contar y mucho que decir.
Es posible que en esta forma de narrar tenga mucho que decir su oficio de periodismo. Es frecuente entre los periodistas que el lenguaje sea un modo de comunicación, que lo formal se vea subordinado al testimonio a mostrar, que se busque llegar a cuanto más gente mejor y para ello haya que rebajar las dificultades, que se deben mostrar todos los hechos, que debe hacerse además sin excesivas florituras, sin concesiones al sentimentalismo o a la emotividad.
Si algo se deduce de la lectura de A sangre y fuego es que Chaves es un hombre íntegro, honesto a todos los niveles, crítico e independiente, tolerante y reposado, un hombre culto y formado, estamos sin duda ante uno de los grandes periodistas españoles de su época, pero no ante un gran escritor. En A sangre y fuego se dicen muchas cosas, la mayoría de las cuáles no estamos acostumbrados a leer o escuchar, se narran hechos impactantes y de forma tan lacerante como sincera. Sin embargo, el autor carece en buena parte de sus relatos de la calidad literaria de un gran narrador y por ello, las maravillosas historias narradas pierden parte de la emotividad; los personajes, incluso aquellos con los que empatiza, no adquieren la intensidad y profundidad que merecen, nada que ver con las cualidades narrativas y descriptivas de Sholojov o Babel, cuyos protagonistas están llenos de vida y rezuman sentimientos.
Es posible que fueran demasiadas las expectativas por mi creadas y que todo ello influyera en mi percepción de lo leído, pero nada más comenzar la lectura me sorprendí y pronto mi sorpresa se tornó decepción, una decepción que fue aumentando desde la primera narración hasta alcanzar su culminación en los relatos La columna de Hierro y El tesoro de Briviesca, momento en el que estuve a punto de abandonar la lectura. Entonces la decepción se convirtió en enfado, el fastidio que uno siente cuando un excelente guión cae en manos de un director del montón y la consecuencia es una película más. El enojo se tornó confusión y me dirigí a mi biblioteca, aquello no tenía nada que ver con los recuerdos de mi juventud, nada que ver con las lecturas apasionadas de los cuentos de Sholojov o Babel. ¿O es que había idealizado aquellas lecturas? Rebusqué entonces en mis estanterías en busca de Los cuentos del Don y La caballería roja, leí el primer cuento de Sholojov, El lunar, después El paso del Zbruch de Babel. No eran imaginaciones mías, no eran simples expectativas excesivas, ni el producto de una percepción deformada, sencillamente no había parangón.
Soy un ávido lector, cuando mi vida laboral y familiar me deja, pero me reconozco a mi mismo como un inexperto en literatura. Sobre todo entiendo de historia, quizás por eso la realidad que narra el autor no me asombra de igual manera que al común de los lectores, y desde luego, no me impresiona hasta el punto de encubrir las debilidades narrativas del autor. Su inmaculada equidistancia, tan impactante como inédita en la época, no es suficiente para enmascarar una prosa por tramos vulgar. De ahí mi estupefacción ante las criticas que leo sobre el libro: todas sin excepción ensalzan la obra, remarcan su prosa sencilla, directa y limpia, algunos llegan a hablar de ¡un clásico de la literatura española del XX! Es como si hicieran referencia a otra obra. Tengo por costumbre no mirarme el ombligo: cuando todo el mundo va en la dirección opuesta, uno debe cuestionarse si está equivocado. Así que decidí releer el libro e hice todos los esfuerzos posibles por cambiar mi opinión. Sin embargo, no lo conseguí, todo lo contrario, mi percepción previa se vio reforzada. No me ha quedado más remedio que mantenerme en mis treces, aún asumiendo el carácter muy personal de mi perspectiva.
Casi desde un principio, me vi a mi mismo embarcado en la lectura de una obra de literatura juvenil, aunque con temática de adulto, como cuando me enfrento a los libros de narrativa que en el departamento de Historia seleccionamos como lecturas obligatorias para nuestros alumnos de la ESO. Con demasiada frecuencia a lo largo de la obra, nos encontramos con una literatura ligera, demasiado sencilla, cuando no abiertamente simple. Se narra de manera poco compleja, buscando conceptos claros que el lector comprenda sin dificultad. Predomina la narración rápida y muy lineal, con un autor obstinado penosamente en contar muchos hechos en poco tiempo, en narrarlos a veces con una ingenuidad casi infantil, en lo que en ocasiones se torna una escritura fácil, especialmente escrita para lectores inexpertos. Narraciones en las que se dan demasiadas explicaciones de casi todo, donde muy poco se deja al abrigo de la imaginación del lector, que tiene así poco trabajo que hacer. Personajes en los que no da tiempo a profundizar, cuyas relaciones no adquieren intensidad, con diálogos previsibles y fáciles. En contraste, el mejor Chaves aparece cuando no se obceca en contarlo todo, como si de un niño pequeño se tratara, cuando se para a reflexionar, cuando frena la sucesión tan lineal como vertiginosa de los múltiples hechos, cuando describe, analiza, detalla, examina, compara o sencillamente se expresa, cuando se abandona a la reflexión y crítica de cuanto le rodea. Por eso los dos últimos cuentos son a mi juicio los mejores. Son más cortos, en ellos hay poco que contar y mucho que decir.
Es posible que en esta forma de narrar tenga mucho que decir su oficio de periodismo. Es frecuente entre los periodistas que el lenguaje sea un modo de comunicación, que lo formal se vea subordinado al testimonio a mostrar, que se busque llegar a cuanto más gente mejor y para ello haya que rebajar las dificultades, que se deben mostrar todos los hechos, que debe hacerse además sin excesivas florituras, sin concesiones al sentimentalismo o a la emotividad.
Manuel Chaves Nogales acompañó a una exigua fuerza expedicionaria española en la ocupación del territorio de Ifni. Fuente: huffingtonpost.es (foto Contreras). |
Emilio Lara apunta su personal clasificación de la literatura: por un lado estarían los grandes autores, aquellos que resultaría imprescindibles porque poseen un estilo y un mundo cautivador, porque leerlos es vivir con intensidad, desde luego no hay duda de que en este grupo estarían Babel o Sholojov. Por otro lado, se hallarían los escritores estilísticamente excelentes, aunque lo que cuentan apenas nos llega ni nos aporta nada. Su obra es totalmente prescindible. En el punto opuesto se encontrarían los autores cuyo estilo deja mucho que desear, pero nos atraen con un mundo atractivo y sugerente, que revelan unas realidades apasionantes pero no lo hacen de la mejor manera, nos enriquecen pero no nos colman. A mi juicio, aquí estaría Chaves Nogales.
Esta valoración global no puede ser aplicada a todas las narraciones, algunos relatos son buenos, los dos últimos excelentes, y en algunas historias más mediocremente narradas, existen también destellos, momentos intensos, incluso emocionantes. Y es que, más allá de las valoraciones formales y estilísticas, que son de relevancia, Chaves ofrece un impresionante testimonio, tiene mucho bueno que contar y tiene el mérito de disparar a discreción y en todas direcciones en medio de una brutal guerra civil, su único compromiso es con el afligido. Se nota además que el autor conoce los acontecimientos de primera mano, que no son producto de la imaginación, y de hecho así lo pone de manifiesto en su prólogo: "cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera". Sin embargo, como tendremos oportunidad de demostrar en posteriores entradas de este blog, el autor se toma ciertas libertades, a veces bastante apreciables: no solo cambia el nombres de personas y lugares, algo comprensible desde todo punto de vista, sino que además y con frecuencia, no reproduce los hechos tal como sucedieron, introduciendo variaciones más o menos destacadas, buscando el mayor impacto o la mejor compresión. Llega incluso a fusionar en un solo acontecimiento varios hechos relacionados pero que ocurrieron en lugares y momentos diferentes. Todo ello no le resta valor testimonial a la obra, pues la sinceridad con que se enfrenta a la realidad es incuestionable.
En entradas posteriores tendremos oportunidad de contrastar la fidelidad de lo narrado por Chaves a los hechos históricos reales y la mayor o menor rigurosidad de los distintos relatos. Sin embargo, y al margen de su veracidad histórica, la visión global de la Guerra Civil mostrada por el autor debe ser matizada y contextualizada, pues de lo contrario puede generar una visión parcialmente distorsionada de la realidad. Y es que acercarte a la violencia de la guerra a través de A sangre y fuego de Chaves Nogales tiene sus pros y contras. El autor es sincero y realista, pero está preso de su contexto, del momento y lugar en que escribe sus narraciones. Por eso, si no se tiene una buena formación previa respecto al tema, cualquier análisis global de la violencia de la guerra a partir de la obra puede resultar incompleto.
La mirada de Chaves sobre la violencia en la guerra
Casi todo lo que nos narra, los bombardeos de ciudades, la violencia miliciana o falangista, la destrucción del patrimonio cultural, el miedo y la represión de la retaguardia o la incautación de las fábricas en la España republicana, son hechos sobradamente conocidas por los historiadores, pero pocas veces han sido abordadas por la literatura de manera tan directa, sin ambages ni tapujos. El autor no se vincula a ningún bando, no exculpa a nadie, no justifica nada, sino que muestra la realidad tal y como él la ve, a cara descubierta, sin filtros ni perjuicios ideológicos. No tapa la violencia de los suyos, porque ya no los siente como suyos, no magnifica la brutalidad de los enemigos, porque ya no está sumergido en el odio dual de cualquier guerra civil. Lo que ve le subleva y su mejor manera de denunciarlo es mostrarlo con una mezcla de equidistancia y contundencia, imbuido como está del escepticismo más brutal respecto a la guerra que destruye su país. En este sentido, su literatura nos recuerda lejanamente a la de Isaak Babel, aunque el autor soviético siempre mantuvo un compromiso claro con su bando. Los relatos de A sangre y fuego nos dan una visión real y compleja de la violencia ejercida por los dos contendientes durante el conflicto civil, de la ejercida en el frente y en la retaguardia, de la violencia idealista y de la criminal. En este sentido se convierte en un viaje pleno hacia el corazón de la guerra.
Por un lado, hay que valorar muy positivamente el intento del autor de acercarnos a una visión lo más global posible de la brutalidad de la guerra, y hacerlo además mostrando la violencia republicana como el cine y la literatura no suelen mostrar. La represión en la zona republicana se presenta lejos de maniqueísmos, evitando centrarse en los habituales asesinatos de religiosos, que sorprendentemente ni siquiera aborda, a pesar de que éstos fueron uno de los grandes objetivos de la represión en ese bando. Sin embargo, el autor si plantea la destrucción iconoclasta del patrimonio religioso y eclesiástico, que adquiere todo el protagonismo en El tesoro de Briviesca. Para sorpresa del lector, el autor convierte en protagonista de la primera narración, Masacre, masacre, a una checa madrileña, dirigida por un miliciano sin escrúpulos, en el que se mezclaban las tendencias asesinas y la corrupción más descarnada. Muy pocas veces la literatura nos ha conducido hasta las entrañas más oscuras de la represión en la zona republicana, marcada en los primeros meses de la guerra por la actividad descontrolada y mafiosa de algunos de estos grupos, especialmente activos en ciudades como Madrid y Barcelona, que se parapetaban en la ideología para legitimar sus actividades violentas y delictivas. En ese primer cuento ya adquieren protagonismo los frecuentes "paseillos" que las milicias, sobre todo las anarquistas, protagonizaron en Madrid, ligados con frecuencia a la lucha contra la llamada "quinta columna", que medraba en la ciudad. Los hechos se iniciaban con la detención, generalmente al anochecer, y solían terminaban con la ejecución de la víctima unas horas después. En Y a lo lejos, una lucecita, tales "paseos" vuelven a ser protagonistas, cuando una joven de buena familia es acusada de trabajar para el enemigo y fusilada en plena calle "por espía de los fascistas", así como en El comité obrero, enmarcados en esta ocasión en el proceso de depuración política que acompañó a la revolución social que estalló en la retaguardia republicana en los inicios de la guerra y que supuso la incautación por parte de las organizaciones obreras de buena parte de las empresas y fábricas. Chaves conocía bien dicha realidad, porque él mismo, durante esos meses, fue director de un periódico republicano, el diario Ahora, que había sido incautado por los sindicatos y organizaciones obreras. Pero el autor va más allá, y se atreve a denunciar los desmanes que en la retaguardia republicana realizaban las columnas anarquistas, centrándose en la Columna de hierro valenciana, que aprovechaba la debilidad del estado republicano y su incapacidad para mantener el orden y el respeto a la ley.
Otro de los logros de Chaves es su manifiesta capacidad para presentarnos la enorme complejidad del bando republicano y de la violencia que en él se ejerce. Quizás la mejor muestra de ello es el carácter multifacético que adquiere la figura del miliciano en su obra. Hay milicianos arribistas, delincuentes y corruptos, auténticos asesinos; los hay también honestos y leales, cargados de dignidad; unos son ignorantes y fanáticos, otros idealistas y desinteresados; la valentía de unos contrasta con la marcada cobardía de otros. Por un lado, tenemos personajes como el corrupto y criminal Enrique Arabel, jefe de una checa en Masacre masacre; Carlos, fanático e intolerante líder sindicalista en El consejo obrero, o el Chino, un auténtico bandido, jefe de milicias anarquistas en La columna de hierro. Por otro lado, se nos muestra la dignidad del maestrito en La gesta de los caballistas, la honestidad y pundonor de Pepet, líder del Comité revolucionario de Benacil en La columna de Hierro, o el idealismo y compromiso del miliciano gigantón protagonista de Bigornia. Ni siquiera la ideología nos da pautas para clarificar la diversidad de tipos de milicianos, el bueno de Bigornia es anarquista, mientras los secuaces de la Columna de Hierro también lo son. Comunistas eran los paisanos de Benacil que se enfrentaron con arrojo y valentía a la barbarie de la Columna de Hierro, pero también lo era Carlos, el sectario y extremista dirigente del Consejo Obrero, o el miliciano Valero de Masacre, masacre, en el que se combinaba honestidad y fanatismo.
Milicias anarquistas en un vehículo de la C.N.T. en Barcelona. Al fondo las torres venecianas del recinto de la exposición de 1929. Fuente: conversacionsobrehistoria. |
La visión proyectada por Chaves de la violencia republicana no solo desconcierta por su complejidad, sino que impacta por su sinceridad, conmueve porque no se ve manchada por las actitudes espurias de aquellos sectores obsesionados con justificar el golpe de estado de 1936 y la dictadura posterior, está muy lejos de la propaganda antirrepublicana que desarrolló el régimen franquista durante décadas o del actual "revisionismo" neofranquista, que con escaso rigor histórico lleva las últimas décadas generando, a partir de una seudohistoria cargada de mitos, una realidad ajustada a sus necesidades políticas. La franqueza de Chaves esta fuera de toda duda, él era un demócrata y un republicano confeso, su mirada crítica no podía estar contaminada por interés político alguno.
Otro aspecto relevante, es que el autor nos muestra, más allá de la represión de la retaguardia, y además de forma reiterada y enfática, el caos imperante a nivel militar en el bando republicano, derivado de la evidente incapacidad militar de las milicias en el frente de combate y su escasez de armamento. La falta de disciplina y organización militar se traduce en auténticas desbandadas y actos de insubordinación que son protagonistas de relatos como Los guerreros marroquíes, El tesoro de Briviesca o Bigornia. Sin embargo, Chaves deja claro que tanto la escasa capacidad militar de los republicanos, como sus excesos represivos, derivan de la falta de un poder político fuerte y de la debilidad extrema del estado republicano, lo que favorecía el control real de la calle y el frente de combate por los grupos políticos obreros y sus milicias. Así queda explicitado en relatos como Masacre, masacre, Y a lo lejos una lucecita, El consejo obrero, pero sobre todo en La columna de Hierro.
Otro de los grandes aciertos de la obra de Chaves, es que lejos de mostrar la violencia de un solo bando, realiza un esfuerzo notable por presentarnos igualmente la realidad represiva y militar del bando rebelde. Y cuando la aborda, la observa también desde sus múltiples aristas, reflejando toda su complejidad. El autor sabe destacar la mayor capacidad militar del ejército sublevado, su disciplina y organización, ya sea en lo que respecta a las fuerzas militares (Tercio de la Legión o regulares marroquíes), como en lo relativo a los civiles armados (falangistas o las "huestes señoriales" de los terratenientes). Así se evidencia en relatos como Los guerreros marroquíes o La gesta de los caballistas. Por otro lado, Chaves se muestra especialmente impactado, como el resto de la población que habitaba en la zona republicana, por los intensos bombardeos que asolaban ciudades como Madrid.
El palacio de Torrecilla en la calle Alcalá de Madrid tras un bombardeo de la aviación franquista. F.: museoreinasofía.es |
Chaves nos muestra también la brutal represión ejercida por el bando rebelde sobre los desafectos. En Viva la muerte se subraya el papel destacado de los falangistas en la represión franquista, papel derivado de su fuerte radicalización ya en los años de la República, en los que habían alcanzado un enorme protagonismo en las calles en su lucha frente a los grupos obreros. El hecho de que se sitúe en Valladolid es del todo acertado, porque nos relaciona con la fuerte represión ejercida por el franquismo en zonas donde la sublevación triunfó desde el principio y la fuerza del Frente Popular era limitada, una represión que, al contrario de lo pudiera parecer, llegó en algunos casos, como los de Navarra o Castilla, a ser bastante intensa. En dicho relato se muestran los clásicos fusilamientos realizados al caer la noche, que también aparecen en las últimas páginas de La gesta de los caballistas, donde se describen las clásicas sacas que se realizaban en las atestadas cárceles improvisadas de la zona franquista. Y es precisamente en La gesta de los caballistas, donde el autor vuelve a sorprendernos al abordar un tipo de represión pocas veces reflejado en la literatura y que resultó ser muy intensa en el suroeste español, envuelta de un barniz social muy llamativo. No debemos olvidar, que en las zonas jornaleras la represión franquista fue particularmente intensa, zonas en las que la injusticia social alcanzaba cotas inimaginables en cualquier otro lugar de Europa y donde la movilización campesina había crecido mucho durante la II República. Hablamos de Andalucía occidental o Extremadura y particularmente de provincias como Badajoz, Huelva o Sevilla, zonas latifundistas donde se multiplicaron las matanzas. La descripción que el autor hace en las primeras páginas del relato de la formación de una "hueste señorial" casi medieval, de amos y lacayos, es de lo mejor de toda la obra. El descarnado clasismo de la Andalucía latifundista se traduce en una fortísima represión por parte de los sublevados, con un carácter esencialmente ejemplarizante y aleccionador, que en esa zona estuvo muy vinculada, cuando no protagonizada directamente, a la oligarquía terrateniente.
Tocina (Sevilla), julio de 1936. En la calle Mesones, legionarios del ejército rebelde agrupan a los que van a ser asesinados. Fuente: Fototeca Municipal de Sevilla. Archivo Serrano. |
Matizaciones a la visión de Chaves sobre la guerra
En próximas entradas tendremos la ocasión de demostrar que la secuencia y desarrollo de los hechos concretos narrados en A sangre y fuego no son del todo rigurosos. Aún así, y como hemos visto, está fuera de toda duda el carácter realista y sincero de la visión que Chaves nos ofrece de su eṕoca. Con todo, debemos introducir algunas matizaciones importantes que deberíamos tener muy en cuenta a la hora de abordar su obra, y que como ya hemos comentado, están muy relacionadas con el contexto concreto en que se escribieron los relatos. Si no lo hacemos, podemos desarrollar una visión distorsionada de la violencia ejercida por ambos bandos durante la guerra.
¿Cuáles serían los efectos distorsionadores de la obra de Chaves? Chaves Nogales analiza la realidad desde la zona republicana, en la que vivía y trabajaba, la que más conocía y de la que más información tenía como periodista, y puede ofrecer menos testimonio de lo que ocurría en la zona ocupada por el ejército rebelde, como de hecho así hace. Sin pretenderlo, sobredimensiona la violencia en el bando republicano respecto a la ejercida en el bando franquista.
Por otro lado, Chaves llega a Madrid con el inicio de la guerra y abandona España tras la salida del gobierno republicano hacia Valencia a principios de noviembre, a mediados de dicho mes se traslada a Barcelona y después al exilio en Francia. Así pues, la realidad del bando republicano descrita por él abarca los tres primeros meses de la contienda, periodo de tiempo marcado por un estado de cosas muy diferente del que nos encontraremos a partir de entonces. En esos primeros momentos, y en medio del caos inicial, el estado republicano entraba en un proceso de descomposición, mientras las milicias obreras campaban a sus anchas y se hacían con la calle, adquiriendo además un total protagonismo en el frente. Ante la inexistencia de un ejército republicano, son ellas las que evitan el colapso militar de la República, pero también protagonizan escandalosas situaciones, producto de la falta de disciplina y organización (desbandandas multitudinarias, actos de insubordinación frente a los mandos, etc.). En la retaguardia, y ante la práctica inexistencia del gobierno legítimo, las milicias obreras llenaron el vacío de poder existente y se convirtieron en protagonistas de un proceso revolucionario que conllevó una fuerte represión. A partir de finales de 1936, la realidad política y militar se transformó con la creación en septiembre del gobierno de unidad del socialista Largo Caballero y la fundación en octubre de un ejército regular, el Ejército Popular de la República. Tales cambios tuvieron una inmediata repercusión en los frentes de combate, en los meses siguientes las milicias fueron absorbidas por el nuevo ejército y se instauró una estructura y disciplina militar, lo que redujo sensiblemente el caos inicial en las fuerzas republicanas. Las desbandadas y los excesos represivos en el frente fueron desapareciendo y situaciones como las descritas en El tesoro de Briviesca o Los guerreros marroquíes ya no serían posibles.
Azaña, Negrín y el general Miaja pasan revista a las tropas del ejército republicano en una visita al frente del centro en noviembre de 1937. Fuente: elespanol.com |
Con la reconstrucción del estado republicano desde finales de 1936 y principios de 1937, la situación aún se transformó más en la retaguardia. Actuaban allí las checas, que como ya hemos esbozado con anterioridad, eran organizaciones que ejercían de forma incontrolada la violencia política en las ciudades republicanas, actuando a través de "policías" de partido que realizaban detenciones arbitrarias y "paseos", ejecuciones de carácter clandestino y sin formación de causa. En algunas de esas checas actuaron personajes indeseables cuya actividad no difería mucho de la delincuencia común, generándose en la retaguardia republicana un elevado clima de terror e inseguridad entre los enemigos de la República y los no afines al Frente Popular. Aunque, a lo largo de noviembre se produjeron las matanzas de Paracuellos del Jarama (a partir de las "sacas" de presos derechistas de las prisiones madrileñas), ya antes de diciembre la actividad de las checas se había reducido ostensiblemente, y con ella la frecuencia de los "paseos", hasta su práctica desaparición a en la primera mitad de 1937. El clima de exceso y violencia había sido objeto de preocupación de las autoridades republicanas de Madrid desde el principio, aunque fue Santiago Carrillo, Consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid (creada tras la salida de la capital del gobierno republicano) quien consiguió poner coto casi definitivo a los injustificables paseos. Paradójicamente, existe hoy un fuerte debate historiográfico sobre su responsabilidad, por activa o pasiva, en las matanzas de Paracuellos del Jarama.
Hay algo que queda fuera de toda duda: cuando la violencia política del Madrid republicano evolucionaba hasta su casi desaparición, Chaves ya estaba fuera del país, siendo la mayoría de sus relatos escritos entre agosto y septiembre de 1936, cuando la actividad de las checas estaba en su cénit. Por tanto Chaves nos muestra la cara más violenta y caótica del bando republicano, aquella que sin desaparecer del todo, se vio en gran medida mitigada a posteriori, a lo largo del año 1937. Si es verdad, que el autor aclara una y otra vez que tal situación no es producto de la acción del gobierno, sino todo lo contrario, deriva de su incapacidad para actuar; pero el público en general, que suele desconocer la evolución del régimen republicano, puede llegar a la conclusión de que tal realidad fue la tónica dominante durante la II República.
Tras fracasar el golpe de estado en Guadalajara, un grupo de milicianos conducen al comandante Ortiz de Zarate, su cabecilla, para su fusilamiento. Fuente: pinterest |
Muy al contrario, la violencia ejercida desde el bando rebelde no sufrió ningún cambio sustancial a lo largo del tiempo. La represión continuó en los territorios bajo control de los sublevados durante toda la guerra con verdadero ahínco, trasladándose a los territorios que paulatinamente se iban conquistando y manteniendo en dichas zonas una intensidad elevada. La razón es obvia. Al contrario que en la zona republicana, donde la represión fue dirigida por las milicias y no por el gobierno, los grandes protagonistas de la represión en la zona franquista fueron la falange y especialmente el ejército. Y es precisamente el ejército el que se hace con el control de la situación desde el principio en la zona sublevada, ejerciendo un control efectivo sobre las actividades políticas y represivas en su territorio. Aunque los excesos de los falangistas inquietaron en algunos casos concretos a las autoridades, por lo general, la violencia ejercida era controlada y promocionada desde el poder, con un estado articulado muy pronto como una dictadura militar caudillista. El carácter sistemático y organizado de tal represión queda fuera de toda duda, así como su prolongación en el tiempo a lo largo de la contienda civil y aún más allá de la guerra, durante la posguerra. Con meridiana claridad lo expresa Paul Preston, el autor de El holocausto español, cuando señala que "la violencia en la zona republicana venía desde abajo, en la zona rebelde venía desde arriba".
Teniendo en cuenta todo lo comentado, y sin pretender, en modo alguno, subestimar la violencia republicana o establecer una dicotomía entre una represión "mala" y otra "buena", lo que en ningún caso es nuestro objetivo, hay que concluir que la violencia ejercida en el bando franquista tuvo un perfil diferente a la del bando republicano, tanto cuantitativa como cualitativamente. También debemos concluir que esa diferencia no se deduce de la lectura de la obra de Chaves, lo que por otra parte es comprensible, ya que él no es un historiador, sino un periodista, que muestra tan solo lo que ve en un momento determinado.
La apreciación de un perfil diferente en ambas violencias no solo se encontraría amparada por la historiografía más progresista, sino que es un principio aceptado por buena parte de los historiadores que han trabajado sobre el tema y los intelectuales que han reflexionado sobre la guerra, y evidentemente es rechazada abiertamente por el revisionismo neofranquista, que en realidad no es más que una reformulación de las mentiras y prejuicios pseudohistóricos de la historiografía franquista. Para ejemplificar esta hipótesis, podemos aludir a dos figuras que desde sus respectivos ámbitos, el literario y el histórico, son reconocidos por su no adscripción a ninguna tendencia ideológica, o en términos más burdos, a ningún "bando". El primero sería, como no, Arturo Pérez Reverte, al que ya nos hemos referido al inicio de esta entrada, cuando aludíamos a su reivindicación, tan obsesiva como pueril, de la denominada "Tercera España". El gran adalid de esa España neutral abocada a la guerra por los extremos, sacó a la luz en 2015 su muy divulgativa La Guerra Civil contada a los jóvenes, en la que su obsesión por la neutralidad le lleva a esforzarse hasta el extremo por ser equidistante. Quizás porque no soy joven, no leí su libro. Sin embargo, un alumno embarcado en su lectura me interpeló sobre él y decidí entonces leerlo para ofrecerle mi opinión como profesor. Aunque muchas de sus afirmaciones pueden ser discutibles, para mi grata sorpresa, en sus páginas quedaban reflejadas algunas de las ideas aquí expresadas respecto al diferente perfil de la violencia en ambos bandos. La percepción que de la violencia en la Guerra Civil tenía Reverte no difería en exceso de la de Paul Preston. Para Pérez Reverte "los dos bandos fueron atroces. Un bando por incultura y barbarie, y otro bando por política sistemática de terror".
Un caso diferente es el de Enrique Moradiellos, al que muchos autodenominados "defensores de la Tercera España" perciben como un referente. Lo conozco personalmente y tuve el privilegio de trabajar junto a él en el Departamento de Historia Contemporánea de la UEX. Moradiellos no es adalid de nada ni de nadie, su único compromiso es con el oficio de historiador, de ahí su gran preocupación por la rigurosidad y el buen uso de las fuentes, así como con la neutralidad desprovista de prejuicios, desde la que el autor debe buscar la realidad de los hechos. En su obra, Moradiellos asume la diferente realidad política de las dos Españas, una siguió siendo, aunque con muchas dificultades, un régimen democrático y constitucional, otra era una dictadura militar caudillista; siendo consciente de que la violencia en uno y otro lado tiene diferentes rasgos, con un carácter más sistemático y regulado en el bando sublevado. A nivel cuantitativo, Moradiellos también observa nítidas diferencias, asumiendo además unas cifras de asesinados muy creíbles, alejadas de las de su maestro, Paul Preston, cifras que no contentan a nadie que con intenciones ideológicas quiera modelar la historia al servicio de sus intereses. En esas cifras, que refiere en su interesantísima obra divulgativa Historia mínima de la Guerra Civil, se mencionan 55.000 asesinados por el bando republicano frente a los 100.000 del rebelde, a los que habría que añadir otros 30.000 durante la posguerra. Como mínimo, en el transcurso de la guerra la represión franquista casi llegó a duplicar el número de muertes de la zona republicana, sin contar las tremendas matanzas de la posguerra.
Anthony Beevor, el gran historiador británico de la Segunda Guerra Mundial y autor de La Guerra Civil española señala:
"En una guerra civil, la labor de propaganda y el odio que desencadena es brutal. Luego está el miedo. El odio es el combustible y el miedo, el detonador. De pronto, aquellos que parecían pacíficos se baten llenos de ira. En los primeros meses de la guerra, ambos bandos actuaron con crueldad matando a miles de inocentes. Los republicanos intentaron poner orden en sus filas y evitar la barbarie. Los militares rebeldes, en cambio, alentaron el horror. Fueron inmisericordes, y la guerra la ganaron los que no tuvieron piedad".
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